Sé que enciendes velitas misioneras a tus buenos recuerdos. A la Navidad de tu infancia, a tu fiesta de promoción, a los partidos con los patas del barrio, a las reuniones de la universidad, a tu graduación, a tu boda, al diploma que ganaste, a tu primer viaje y a una larga lista de experiencias que quedaron grabadas a fuego en tu memoria. Al final, guardamos celosamente esos momentos en
El comunicador Guillermo Salvador Saldarriaga sigue su serie de relatos con otra crónica trujillana de tinte testimonial. Esta vez con un personaje inesperado. Desperté antes de la hora prevista sin que nada me inquietara. La noche seguía su curso, tenaz, inexorable; no podía evitarlo. Bostezos, la cara lavada, el primer bocado de un durazno y el rítmico eco del teclado eran la sumatoria cotidiana que se imponía en este instante,
Jesús Escamilo recorre la ruta de un fantasma; debe ser un fantasma porque la geografía que lo cobija no es de un ser que está siempre vivo. Tantas veces inamovible. Sentado afuera de la sala de los recién nacidos, esperando mezclarse entre doctores y batas celestes; viéndose en felices ojos que no eran los suyos. Al final del día, que tampoco eran todos, el contraste entre su perturbadora y pobre
Jesús Escamilo se sumerge otra vez en sus vivencias, las coge, las abofetea, les pone otro traje, las traslada a otros lugares y las transforma en historias nuevas. Este es el resultado. "Aquí no hay bulla ni miseria" Eduardo Chirinos. Buscaba a un librero que me había recomendado un amigo. Pensé por un momento en la posibilidad que, con justicia, el tipo del cual me había fiado para dar con
Crónica de ficción “Hola Santi, te has engordado eh mi cholo”. Sigo caminando luego de saludar con el brazo batiente y de manera sorpresiva a mi irrespetuoso colega “qué se cree, si está más gordo que yo”, mascullo mientras miro mi cintura con una elipse hacia adelante. Tiene razón, la obesidad no es la causa de asemejarme a un pálido y semihinchado bratwurst, pero también es cierto que ya no
Autoficción, por Jesús Escamilo Así pasó. Habíamos hablado poco, nada, pasaron las fiestas, el año nuevo. Un leve saludo - cómo estás-, solo cordialidad de ambas partes. Valentina y sus complicaciones habían desaparecido de mi vida. A cambio, mi personalidad había sufrido un trastorno, era un mejor tipo, menos arrogante, más agradecido por todo; Roberto prodigaba su fe y me hizo acreedor de todas sus palabras: da gracias, piensa siempre