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Milver Ávalos Miranda
Trujillo Beat

«Un revés de la vida», Milver Ávalos Miranda narra la crónica de un aborto

«El revés de la vida. Crónica de un aborto», por Milver Ávalos Miranda

 

  • Joven periodista. Tengo una buena información para ti.
  • Sobre qué trata.
  • La curiosidad mató al gato.
  • No estoy para bromas, si no me dices sobre que trata no iré a ningún lugar.
  • Te espero a las nueve de la noche en el bar El Chino.

Me puse mi casaca de cuero color marrón y me dispuse a caminar. El editor del diario donde trabajaba se percató que iba a un encuentro secreto. Me hizo saber que era peligroso, que no se me ocurra ir solo a citas clandestinas, pero ahí estaba yo caminando al lugar de la cita, más solo que nunca.

Llegué con cinco minutos de retraso. El local es una especie de bodega-bar, en el primer cuarto se venden cigarros, chicles, galletas y golosinas. Una chica se me acercó al verme perdido y me invitó a pasar al segundo cuarto, en donde habían seis mesas de color amarilla con el logotipo de la cerveza Cristal. Las sillas tenían espaldar para recostarse y platicar más cómodo, eran de color verde y amarillo. Mi vista recorrió el local de esquina a esquina para percatarme de la clase de clientes que recurrían a  ese cuchitril. En eso, una señorita me levantó la mano y pidió que me acerque a su mesa, que se encontraba al rincón izquierdo. Me presenté y ella hizo lo mismo. Me ofreció una cerveza para tomar, no lo acepté por dos razones: primero, no bebo licor. Segundo, tenía miedo que le haya puesto algo a la bebida. La jovencita había pedido una cerveza negra y empezó hablarme como si me conociera de toda la vida, bromeaba, me tenía confianza. Comencé a sentirme a gusto con ella. «Sabes, es mejor contar nuestras historias más íntimas a personas extrañas, porque no te delatarán. En cambio, los familiares o amigos sueltan la sopa, cuando se molestan con uno, por ese motivo te cité. Además, sé que eres periodista y como buen profesional no mencionarás a la fuente», me confesó con una sonrisa de oreja a oreja.

Éramos dos extraños, no nos habíamos visto en una fiesta, ni nos habíamos reunidos en el cafetín de la universidad, ni teníamos amigos en común. Ella estudia Economía en una universidad privada y yo estudio Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional de Trujillo. Vamos a suponer que se llama Juana, pero responde al sobrenombre de Niña. Tiene 21 años. Piel de color trigueño, cara redonda, nariz pequeña y gruesa, pestañas anchas y poco pobladas, frente bien pronunciada y ovalada, labios muy finos y boca pequeña, la cual pinta de color rojo para marcar la comisura de sus labios. Mide un metro cincuenta, pero lo que le falta de tamaño le sobra de coraje.

En ese momento comprendí, que hay personas que necesitan ser escuchadas y el interlocutor no debe hablar hasta que se lo pidan. No es fácil para ella volver a recordar esos episodios que le han causaron mucho dolor y marcaron su vida para siempre. Sin embargo, Niña necesitaba contar a alguien su historia, y así justificar sus actos, quitarse un peso de encima, limpiar su conciencia y escuchar un consejo que le ayude a cerrar la herida reciente. Y yo, necesitaba escuchar una buena historia, ser psicólogo por un momento, repartir besos y abrazos a cualquier mujer que me pida.

Se tomó dos cervezas negras. Respiró profundo y dijo a qué había venido. «Te comento un sueño que tuve, espero que me ayudes interpretarlo». Yo me estaba sintiendo incómodo, quería poner el pretexto de ir al baño e irme. Me sentía estafado. Me habían vendido gato por libre.

«Sabes, es mejor contar nuestras historias más íntimas a personas extrañas, porque no te delatarán…»

«Soñé que una vieja leprosa iba a la iglesia con una muñeca en los brazos, pero después de unos segundos se postró de rodillas para confesar sus más íntimos secretos. El cura empezó a gritar ¡Tú has matado a tu hija! ¡Asesina! ¡No tienes perdón de dios, arderás en el infierno! ¡Has matado a tu hija como una gallina al comerse su propio huevo! ¡Te mereces morir, asesina! Ella empezó a temblar como si tuviera un escalofrío; luego se llevó el dedo a la boca y le suplicó ¡Cállese, padrecito! ¡Se lo imploro, cállese, le pueden escuchar y me van a denunciar e iré a parar a la cárcel!», pero el cura siguió gritando como si tuviera una bocina en la garganta. La anciana salió corriendo al ver que sus ruegos eran en vano. Ella se perdió en la inmensidad de la oscuridad», relató Juana, quien se secaba con la mano derecha las lágrimas que habían rodado por su mejilla mientras recordaba el sueño.

«La señora de ese sueño es mi alma negra. Soy un mal ser humano. Yo aborté. He leído la biblia, no de manera profunda, pero sí lo suficiente para saber que Dios no me perdonará por lo que hice. La santa escritura condena el aborto. Los religiosos dicen que es algo abominable, pero ellos desconocen las razones porque ciertas mujeres tomamos esa decisión. Esa tira de gañanes desconocen el motivo de las cosas, pero son los primeros en señalarte con el dedo», manifestó mientras llevaba el vaso de cerveza a la boca.

«Todo empezó un fin de mes de octubre, cuando no me venía el bendito día rojo que toda mujer odia, pero yo lo habría celebrado si me llegaba. Los días pasaron y nada. Los dos estábamos preocupados. No vale la pena mencionarlo a ese batracio. Él estaba seguro que no estaba embarazada. Yo, preocupada, porque todos los días vomitaba, a pesar de no haber ingerido alimentos. Él no crecía en mis síntomas de embarazo, me reclamaba diciéndome que me hacía y lo único que buscaba era atarlo a mí. Me dolía cuando me hablaba de esa manera, lo que necesitaba en esas circunstancias era comprensión. Lloraba, lloraba y lloraba en un rincón de la casa, en el baño y él me miraba como un idiota», repuso con un tono de ira cada que se refería a su expareja.

Decidió hacerse la prueba de embarazo. Lo que ella presentía era cierto estaba embarazada. «Los hombres y médicos son incrédulos, no creen cuando una les dice que está en la dulce espera. Las mujeres sabemos que tenemos un nuevo ser dentro de nosotras, desde el primer momento. No sé… llámalo sexto sentido, lo que quieras, pero son cosas que no entenderán los hombres de ciencia» aseveró.

Salió con una sonrisa en los labios para anunciarle a su pareja que estaban esperando un hijo y era producto de ese inmenso amor que se susurraban al oído cada noche, cada tarde, cada día… pero ella no esperaba la siguiente respuesta, «Juana, no lo vamos a tener. Ya lo he pensado. Es lo mejor para los dos. Es tu problema, porque no te cuidaste. No tenemos dinero para comer nosotros y vamos a traer otra boca más al mundo. Tienes que abortarlo, ese niño vendrá a sufrir» respondió gélidamente el batracio.

«En ese momento. Lo odié con toda mi alma. Sentí que nunca lo amé, solo lo necesitaba para tener un encuentro carnal y nada más. Tenía que renunciar a mi cachorro, quitarle la vida así porque así. Yo había fantaseado unas cuantas noches con tenerlo, quería que se parezca a su padre, pero que tenga mi dulzura, la de su madre. Después que escuché esas palabras e iba al baño a vomitar, cada vez que sentía nauseas, era como si mi pequeño me gritase ‘no me mates mamá’» aseveró con la voz entrecortada.

Ella decidió abortar y al ver que su pareja no encontraba la solución, Juana tuvo que hacer la función de hombre y mujer, las circunstancias le obligaban a sacar esa fortaleza de mamá leona. Niña sabía que no podía contarle a ningún familiar. Llamó a una amiga, que abortó a los dieciséis años. La solución de la amiga fue conseguir pastillas de manera informal. «Te entiendo. Te conseguiré las pastillas a como dé lugar. Te llamo en cuanto las consiga», manifestó su, para entonces, mejor amiga.

La amiga lo citó a un parque -donde no va nadie y es guarida de las aves que cagan por todos lados-.

– Toma las pastillas Cycotec, dijo.

– ¿Cómo las conseguiste? ¿No me hará daño?, preguntó Juana.

– Se las compré a una enfermera. Cuestan 150 soles. No temas, esta pastilla es segura. Tienes que tomar tres, luego te colocas la ampolla Oxitocina, esta ampolla es contra el autismo también, a la persona que te va a poner tienes que mentirle que sufres de esa enfermedad, aseveró la mejor amiga.

Ella tenía que seguir las indicaciones de su amiga como si fuera una excelente médica, graduada en la mejor universidad del mundo. «Tomé las pastillas a las siete y media de la noche, eran de color blanco. Sentí unos dolores horribles en el vientre, contracciones desgarradoras, sudaba a chorros. Estaba matando a mi propio hijo. Mi cintura me dolía horrible. Me bajaba sangre en regular cantidad. En el baño cogí un poco de sangre en mi mano y me despedí de mi hijo.

Me empecé a preocupar, porque mi amiga me comentó que me tenía que venir abundante hemorragia, pero pasó la semana y yo continuaba con los malestares del embarazo y la sangre aumentaba más con el paso de los días. Mi bebé se resistía a morir, él quería vivir, me estaba dando señales que quería pertenecer a este mundo cruel, pero a mí, la asesina, me importaron un comino esas señales», aseveró Juana.

«¡Has matado a tu hija como una gallina al comerse su propio huevo!»

Cuando algo sale mal, uno tiene que llamar al doctor para reclamarle por el mal tratamiento. Juana llamó a su amiga, pero no para reclamar, sino para pedir otra solución al problema. «Mi amiga me dijo que puedo seguir embarazada. No lo podía creer, menos el batracio de mi pareja, me trataba de manera indiferente como si fuera la culpable de todo lo que ocurría, aún le tenía un poquito de cariño, pero ese día mató todo sentimiento, cuando le pedí que me acompañe a sacarme un análisis de sangre en el hospital Belén de Trujillo, se negó. Los resultados arrojaron positivo, derramé unas lágrimas, me sentía sola como un perro con sarna abandonado a su suerte en la calle», manifestó.

Una mujer totalmente abandonada por el amor de su vida. No sabía cuál era el siguiente paso después de confirmar su embarazo, pero en ese momento, su amiga se volvió en el hombre que ella nunca tuvo. Las dos fueron a la clínica para la ecografía transvaginal, los resultados fueron más negativos. Ella seguía embarazada, pero el niño estaba muerto y necesitaba una intervención urgente, porque corría el riesgo que le dé una septicemia (infección a la sangre), y no viviría para contarlo. El tratamiento costaba 500 soles, ella no tenía ni un centavo en el bolsillo, su pareja menos, ganaba apenas 450 soles, y de ahí tenía que gastar para la comida de todo el mes. Al ver que el inútil de su pareja no encontraba una solución, tuvo que mentirle a su madre para que le preste dinero.

Otra vez, le tocaba enfrentar una intervención médica sola, por no ir desde un principio con un especialista, por buscar remedios informales, la cura resultó peor que la enfermedad. «Él tenía tiempo para acompañarme, pero no lo hizo, no le importaba lo que me pasaba, sentía que era una carga para él. Sin embargo, mi amiga nunca me abandonó. Ingresé a la sala gélida y tétrica. Llevaba una bata de color celeste. Las enfermeras preparaban todo y cuchicheaban entre ellas, pensé que no iba a salir viva de la intervención, pensé que las mujeres de bata hablaban de mi muerte.

Me acosté en la camilla, sentí un aparato raro y frío como un tempano de hielo. Me empezaron a presionar mi vagina y me dolía horrible, parecía que la doctora lo hacía con rabia, por ser una mala madre, sentía que arrancaban parte de mi cuerpo, quería gritarle a la doctora, el dolor era insoportable. Luego, me pusieron la anestesia general y lo último que recuerdo es ver las luces encima de mí», manifestó Juana, empapada en lágrimas.

Las dos amigas se abrazaron y lloraron, por dos razones: una, por los malos hombres, que no se hacen responsables de sus actos. Segundo, porque Juana estaba viva a pesar de todo. Las dos tomadas de la mano, salieron. El portero les deseó buena suerte. El hombre que le juró amor para toda la vida, la llamó y le dijo que se vaya a su casa, ni si quiera le dio palabras de ánimo. Eso fue lo último que derramó el vaso y mató el amor para siempre.

Después de escuchar una historia tan desgarradora, me acerqué y le di un abrazo y sequé sus lágrimas con mi pañuelo. Todas las personas que estaban bebiendo cerveza me insultaron, pensaban que ella señorita sufría por mi amor, o mejor dicho, mi desamor «¡Dile que la amas, que vas hacer de todo para que no muera el amor! ¡No seas pendejo batería, ella te ama!», gritó un borracho que no tenía dientes. Llamé al mozo, pedí la cuenta. La tomé por la espalda y la abracé, le di un beso en la frente, ella se aferró a mi pecho. El mozo gritó «¡Viva el amor, carajo! ¡Esta cantina se hizo para unir corazones!». Todos los borrachos alzaron su copa y brindaron sin saber que era la última vez que vería a esa mujer. Salimos del antro. Le pagué el taxi, le abrí la puerta y la despedí para siempre.

Así de dura es la vida de un periodista cuando conoce fuentes como Juana. Les tomas cariño por un par de horas, luego decirles adiós. Al día siguiente me preguntaba por dónde comenzar la investigación respecto a la venta de medicamentos ilegales.

Relato de no ficción de nuestro colaborador: Milver Ávalos Miranda

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