En la profunda oscuridad podemos encontrar la salvación y la muerte. Lucia Berlin, la escritora norteamericana, se alejó de la vida y del olvido para ser un puerto de sangre y literatura.
Jesús Escamilo
Hay algo que no se puede enseñar, ni la literatura lo hace: se establece como dolor propio. Lo hacemos las personas -lo que creemos que somos y lo que nos inventamos para ser mejores o peores seres humanos-; y nuestra memoria concreta de hechos decide lo que seremos para toda la vida. Clavar un cuchillo en nuestra garganta. Dejar que las hormigas paseen cerca a los platos sucios. O leer en alguna medida lo desconocido. Lucia Berlin nos hace presos de su histeria y de toda su vida en Manual para mujeres de la limpieza, Alfaguara 2016.
Al mismo tiempo usa un tentador arquetipo para escenificarse en infames lugares. Una característica ingobernable, es la sombra y el héroe, el padre y la madre, la mujer que sobrevive a su familia y a su trabajo, y a ella misma.
Se accede, como un vigía, a toda su vida en lo que escribe dentro del libro. No hay cruzadas para las ambivalencias. La indiferencia no prodiga ni se festeja, hay un sufrimiento mortal, una llaga que sangra por montones. Un día idealiza, muere, vive y demás. Se cruza por diferentes caminos, pero consigue perdurar en ellos. Y en todo caso enaltece a raya lo terrible. Sobrevivir como un cáncer que se arraiga con paciencia para rechazar las mínimas cautelas.
La prosa de Lucía Berlin no conoce fronteras y a pesar de sus ataduras o pasajes algo sibilinos en algunos textos, tiene una carga sobreemocional que provoca encadenarse a su lectura. Saca provecho de los párrafos cortos para imprimir intangiblemente sus duelos y fisuras. Por ejemplo, te secuestra la condición de nieta en Doctor H.A. Moynihan, honrando una creación tórrida con su abuelo dentista que, al parecer, lleno de problemas, solo tenía al precio de ella y de Mamie. Una escena inconcebible termina siendo ese texto.
Otros son El Tim, Mi jockey o Perdidos, hechos de carácter anodino y distinto; se dan tanto en una sala de urgencias como en un programa de rehabilitación con metadona, y aparecen hombres pinchando la realidad de Lucía Berlin. Sexo, una puta vieja de México llamada sexy. Y Bobby escoltando y sumergiéndose en el cuerpo de una escritora que cose metáforas para una chompa de un gigante; sentido portentoso de narrar.
“Bobby sintió lo mismo. Oí el temblor en su voz. Hay gente que habría rezado, de rodillas en el suelo, en un momento así. Habría cantado un himno. Los cavernícolas quizá habrían ejecutado una danza. Nosotros hicimos el amor. El Sapo nos pilló. Después, pero todavía estábamos desnudos”
Berlin acaricia numerosas veces su vida. Santiago de Chile, Nuevo México, Alburquerque, el puente a lado de Juárez. La escritora salta como una mancha negra cuando llega y se implanta en una camiseta de algodón, al lavarla se puede estar en todos lados. Berlin contradice el hecho de vivir una vida sentada todo el día junto a su máquina de escribir. No placidez a la imaginación, hechos, solos hechos compuestos y crudos. Hasta hace algunos años la desconocida escritora norteamericana ha comenzado a florecer con propiedad ineludible entre sus lectores.
Manual para mujeres de la limpieza forja una serie de incertidumbres. Diálogos entre familiares cosidos por insania y un amor que dificulta el proceder normal de las cosas; un dictado que precede ante una vida destinada a sobrevivir con cuatro hijos. Si se quiere traer a este lado, maquillamos nuestras penas con las desgracias de los demás, y se nos hace más fácil vernos frente al espejo. La escritora nacida en Alaska en 1936 nunca permitió una osadía tan sana y estúpida. En ella todo es inflamable. Parece estar hecha de un mundo que explota, y se sujeta con elasticidad al carácter de la maldición y a una historia deslustrada por excesos, al estilo de Bukowski, Baudelaire o Hemingway. Una Anne Bonny inmortalizada que se traslada al siglo XX, hecha con vida de piratas y claro, de viajes, resistencias y enfermedades.
“Hace casi un año que vivo en la ciudad de México. Mi hermana Sally está muy enferma. Cuido de la casa y de sus hijos, le llevo comida, le pongo inyecciones, la baño (…) A decir verdad Sally y yo ni siquiera hablamos tanto. A ella le duelen los pulmones cuando habla. Yo leo, o canto, o simplemente nos tumbamos juntas a oscuras, respirando al unísono”
No solamente es una vida agravada. Parece una condición propia que hiere, como quien golpea a la nada y sigue recibiendo golpes -narra cómo la relación con su padre cambia a partir de la muerte de su madre, los problemas con sus parejas y con sus hijos, una tentativa de aborto, el cáncer de su hermana-; no se advierte el dolor, se amotina y con efectos de hemorragia interna se sigue danzando sobre la lona, al estilo de Raging Bull de Scorsese.
Basta imaginar la primera escena, De Niro interpretando a Jake La Motta y dando golpes, dispuesto a devorar sus miedos en un ring de box. Golpear. Izquierda derecha, derecha izquierda. Y todo pausado, con una música lenta. Yendo sobre el ring, y no ante las cuerdas. Berlin bien podría ser una boxeadora, su imagen y su prosa, si se traslada a esos cuantos minutos que inician el filme, ejercería el mismo efecto.
Intimarse con los escritos de Berlin de modo que soportemos el dolor es un alivio. Mirar venir lo tórrido y no ser la jarra, aquel poema en el que Watanabe hace que una mujer solo sea pensativa o nos engaña; al final la jarra es la mujer y se desploma. Es posible, en Berlín todo lo es. Y aunque algunas vidas no soporten tanto, en definitiva, ser una válvula que deja entrar agua y fuego, condena y zozobra, teniendo en cuenta que nos deja saber lo que desea; una vida que falla en contra de secretismos.
Manual para mujeres de la limpieza no es un libro, es una jaula fucsia con un ave muriendo entre sus páginas.
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