No podemos salvarnos de la muerte, y aun así somos vida. Y afectamos al resto, a muchos, y también a nosotros; algunas veces nos damos cuenta, otras seguimos adelante y no nos importa nada. La biografía de Fernando de Szyszlo, titulada “La vida sin dueño” le pertenece a él, y a lo que queda de este Perú.
Jesús Escamilo
El coqueteo es automático para quien sabe algo de nuestra sociedad y toda su idiosincrasia. Ser uno, su propio biógrafo, es un suicidio pausado; el papel y las palabras permiten jugar con el tiempo. Un recorrido paciente que se mancha entre lienzos, los naufragios, las dichas, la cultura, todos los temas relevantes de la vida del Godi, apodo de Fernando de Szyszlo; quien se siente más cómodo con su nombre antes que con un apodo.
Y así es como el dedicado artista plástico, Fernando de Szyszlo, arremete con su prolijidad de recuerdos el libro que escribió: “La vida sin dueño” Edición Alfaguara 2017. Consta además, en sus 19 cortos capítulos: “Tristitia” poema de su tío, el poeta, dramaturgo, narrador y periodista, Abraham Valdelomar; también una carta escrita por Lila -segunda esposa de Szyszlo, y quien fuese su último amor- dedicada a Sandra, viuda de Juan Roca Rey. La misiva responde a petición de la solicitante, dar fe del amor entre Szyszlo y Lila; en el libro también nos encontramos con fotos, están al final, consecuentes para auscultar, luego de toda la lectura y ver la cara de algunos nombres que se repiten en el libro.
No en vano las autobiografías magnifican el sentido más familiar. Escribirlas tarde o temprano revelan nuestra vida. Muestran los pasajes de nuestra existencia como agua en reposo dentro de un vaso: los temores inmaculados, los amores, las traiciones, las buenas y las no tan buenas amistades; todo puede descansar en las hojas escritas por el autor. Trabajar en la vida propia para ser mostrada al resto es no descansar y batirse a duelo con uno mismo. Por eso “La vida sin dueño” de Fernando de Szyszlo, el gran artistita plástico que falleció el 09 de octubre en su vivienda junto a su esposa Liliana Yábar, a sus 92 años; es la consigna del propio artísta por liberarse de sus recuerdos y poblarlos en la mente de cada lector.
Uno abre el libro y se topa con seres queridos, con hijos, con amigos poetas, pintores, escultores, políticos, con la peña Pancho Fierro de los años cuarenta. Uno abre el libro, y ante todo se conmueve por las primeras líneas.
“Soy pintor. Esas dos simples palabras han dado sentido a mi existencia. ¿Es eso lo que quiero contar? Tal vez sí, pero no se trata solamente de mi vida”.
Otra vez el libro abierto, y resucitan los nombres de grandes emisarios culturales, sobre todo peruanos. De cualquier modo, el lector puede sentirse dichoso por saber o ser un chismoso en la vida de otros, ya que Szyszlo cuenta las historias de sus propios ojos, con un arte esporádico y limpio. Nos cuenta de César Vallejo y la reunión con Georgette, las circunstancias explicitas del regalo: mechón de pelo negro y lacio. Y como su amistad con la viuda del poeta de «Los heraldos negros» persevera hasta 1984, año de su muerte; antes había que conseguir que fuese aceptada en distintas clínicas y hospitales. Lo mismo haría más adelante por su amigo, el poeta Emilio Westphalen. Llamar, recurrir, hacer las veces de padre para con sus amigos, ya con la muerte reposada en hombros.
La vida del pintor se enmarca con otros nombres. Octavio Paz y su amistad que sería para siempre; Jorge Eduardo Eielson y su estadía en París y Roma. También su destape sexual para aquellas épocas. Sobre César Moro y su gracia con las palabras, de unos muebles al sentarse diría “Qué cómoda, puedes sacar la cola por el agujero” eso dijo Moro en frente de Szyszlo. Pero existe más; aquel funeral donde se relata que sobre el ataúd había un crucifijo y ocho cadetes del Leoncio Prado; y a Moro, años antes, en el mismo colegio lo trataban de marica con tal crueldad. En cambio, la gran amistad entre poeta y pintor se desata en ese amor proustiano de ambos.
El libro reconoce a otros más, al nobel Vargas Llosa y la anécdota de la visita que hicieran ambos a Haya de la Torre. En otra parte sobresale la amistad con José María Arguedas, las intrincadas y posibles razones al suicidio, su vida indígena y literaria; y despierta el recuerdo de aquel 1944 cuando se conocen. El viaje a París y su casamiento con la poeta Blanca Varela; los distanciamientos y la reconquista al matrimonio. Blanca Varela en parte es Szyszlo, y Szyszlo es Blanca Varela; ambos afectaron a la vida del otro.
Se acercaron tanto que al final se separaron, aunque la ciudad de Florencia les diese una chance. Sin embargo, esa es una historia muy larga y deber ser leída; no puede ser contada, al menos no por mí. Lo hace de mejor manera el propio autor, desde la ruptura amorosa en los capítulos “Viajes y retornos”; donde aparece una tal Laura y desde “Florencia, otra vez Blanca”.
Más adelante Szyszlo dice de sí que su formación en su tierra natal fue escasa; que su amor al arte se produjo de forma más severa en París. Sus visitas a los muesos, su primer Rembrandt, su primer Van Gogh. Y su descubrimiento de la pintura de Rufino Tamayo. En otro orden de situaciones admite que su manera de pintar y sus hábitos cambian, y que, al regresar a Lima, deja el mito grandioso de París y largas estancias en los cafés donde podía ver pasar hasta al mismo Faulkner o Camus.
En todo el libro resaltan las anécdotas. El ambiente vívido e infractor del Perú se sumerge en lo que intenta contextualizar. Se evoca con osada galantería la vida del resto, de sus maestros y otra vez de sus amigos. Se infringe las reglas de secretismo para llenar de nombres cada página.
Incluso hace tan bien su propia autopsia que las interrogantes a ciertos pasajes ya no merecen ser respondidas por el autor. La disputa implacable, seguro que consigo mismo, de uno las más grandes exponentes de la vanguardia latinoamericana, no perece ni con la muerte y el suicidio de otros.
Y el libro en parte atañe una vocación a tantos nombres ya escritos en epitafios. Hasta el autor sucumbe a la idea de estar vivo, ante tanta muerte que lo ha rodeado. En contraste hay que seguir trabajando; entrando al taller cada mañana, disfrutando de una buena conversación, de las que ya no existen. Lila, su esposa, siempre lo acompaña; lee a su lado a pesar de que el pintor, como cualquier estruendoso melómano, sube el volumen de la música. Solo música clásica y también jazz.
El hábito, la conducta, los encuentros dispuestos a perderse en el tiempo, son hipnotizados por la prosa del autor. Su familiaridad con el Boom Latinoamericano, que para él tuvo lugar en Barcelona. Las visitas semanales de Cortázar. Las dos conversaciones con Borges, una de ellas en Lima y con María Kodama. Su afecto al poeta Javier Sologuren. Los viajes que hacía junto a Mario Vargas Llosa y en los que el novelista escribía. Su sacrifico enorme, casi entero, por su Perú. La encarnación sujeta al dolor de perder a su hijo Lorenzo. Y el amor de Lila, ese que producía enormes cantidades de sueños o conspiraciones que se trasladan a sus pinturas.
Fernando de Szyszlo no deja de existir. Su muerte en cambio nos deja huérfanos. Y aunque hoy nos queda su libro, sus cuadros, sus fotografías, su extensa biblioteca, siempre nos pesará el alma eternamente. Somos un país con una bonita cara que se quiebra por dentro.
Por último, en un país en donde sabemos y hacemos tan poco por la cultura; la vida se encargó de arrancarnos de las entrañas a un activo luchador con una sola forma de pensar: promover la cultura. Entenderemos hoy, y en otro tiempo -más adelante- que mencionar a Fernando de Szyszlo es hablar ante todo de un ser único e inagotable.
Que fácil es llorar al leer un libro como este, y no entender el porqué de la muerte.
Jesús Escamilo
Deja una respuesta