La vida permanece quieta hasta que un buen día nos preguntamos todo acerca de nuestra propia historia. Renato Cisneros reconstruye una vida, la de él, a través de su relato familiar.
Jesús Escamilo
En La distancia que nos separa, Planeta 2015, hay un expediente interminable: la familia; pero sobre todo por carácter del autor, Renato Cisneros, es la figura paterna que conserva y la que investiga; el eje donde se apoya la novela. Una memoria infranqueable es descocida por el hijo. Desde la primera página se instaura un golpe que afirma la existencia de otra historia tras la misma que se nos es contada. Y es verdad. Todas las historias familiares son cautelosas. Llenas de situaciones que están diseñadas para ser contadas y hacer el menor daño posible; y en esta novela el escritor permanece constantemente en una pesquisa que dinamita su propia existencia.
Asimismo, se juega con la añoranza de los recuerdos y se nos acerca desposeídos de toda gracia, a la tenacidad por momentos de un hijo que hace las veces de investigador. La novela aplaza las conclusiones, porque todo denuedo abraza a un ser que ya no está –El gaucho Cisneros, padre de Renato Cisneros, quien es autor–; y que sólo regresa para ser desmitificado entre tristeza y ternura, aunque nunca sabrá de esto. Menos de la perforación que se hace a la crianza y la búsqueda de contextos que son esbozados por sus otros hijos; ellos también hablan, y lo recuerdan. Y el progenitor no es libertado, tampoco es prisionero. Su vida ante su familia es lo más similar a una eterna hecatombe.
Por eso desde la salida de Argentina del padre, o del regreso del hijo décadas después; el lector asiente y duplica las ansiedades, porque puede ser su propio legajo familiar. No todos son hijos de un portavoz vehemente del ejercito peruano, pero de eso no trata la novela con exactitud, resalta una forma dominante del vinculo familiar, y se intenta sacrificar las bondades y beneplácitos para especificar lo que somos o lo que fuimos por medio de otro. La distancia que nos separa orquesta un motín contra sí, y en sus páginas no existe un compromiso con la cautela. Solo se permite seguir como acompañantes y considerar que el encuentro más crucial de la vida se da con las primeras personas que vemos al nacer.
La vida resulta siendo una titánica lucha que al ser explicada de la forma en que se cuenta en capítulos como el 7 u 8. El aspecto de la vida y del entendimiento se hace más fuerte. Nada es perecedero, cada recuerdo transita y abundan las descripciones paternas. A la par una hija escapa de su padre, un periodista de apellido Zileri la pasa mal en una especie de construcción improvisada que parece una cárcel; que termina siendo un recinto frío del Ministerio de Interior. Y es lo más parecido al corazón del protagonista: un régimen que estructura un cuarto y pasa a dar lugar a más escondites. Aquí también se ama y se sufre.
Entre lo que también se debe indicar es los requerimientos a una investigación y los viajes. Desde la salida de Argentina, el viaje otra vez a París, y hasta el mismo carácter del militar, ahondan en grietas y éxodos. Los días de padre, de esposo, de ex esposo, de militar, de un enamoradizo jovenzuelo, son nutridos por la rigidez y el desamor de un nombre: Beatriz Abdulá. A ella, el Gaucho- un tipo que enamoraba hasta sus hijas- . Según el hermano y el hijo, que ahora es novelista –la volvió inmortal. La recordaba en un bolero, paginas 89-90, en sus cartas; en lo que pretendía realizar en su vida, y no pudo–. Y es a donde recurre el escritor, a fantasear con un destino diferente, donde ni él sabe cómo sería.
La vida de la familia Cisneros, del padre y del hijo, del militar y del periodista, preceden más emboscadas que buenas noticias. Y se cuenta dentro de tal panorama la vida de las mujeres y su importancia con el futuro sujetándose con el pasado. Las mujeres están cercanas, una de ellas Lucía Mendiola, se ve envuelta por la dictadura de seguir escribiendo; escarba con la finalidad de entender, aunque no se consigue y es mejor así.
Existen y son sobre todo los secretos familiares que al ser revelados no merecen ser entendidos, para lo único que sirven son para internarnos todavía más en las grandes preguntas: ¿Quién soy, o quién carajo fue mi padre? y es como diría Borges, somos un montón de espejos rotos.
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