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Guillermo Salvador Saldarriaga
Trujillo Beat

Relato “La Senda delirante”, de Guillermo Salvador Saldarriaga

“No soy un poeta, solo un ser que escribe, como el niño que se cubre con la frazada para sosegar el frio inclemente; o como un hombre que cierra los ojos y duerme para evitar el umbral del delirio y la agonía”, Guillermo Salvador Saldarriaga

Para algunos la vida no es nada fácil. Salir a la calle, cubrir la información, luego ir a la redacción y aporrear el teclado como un perro desesperado, se había vuelto, de alguna u otra manera, como el pan de cada día, mi vida durante estos últimos años.

Llegaba a mi casa, 08:00 p.m. y tras un par de horas de relax, volvía a teclear o al menos intentaba teclear la máquina. Pero esto no tenía ya nada de periodístico.

Había terminado la universidad hace cinco años con la única consigna de conseguir trabajo y en los tiempos libres dedicarme a la literatura.

Los primeros años en el periódico y luego en la revista, no lo conseguí. Sin embargo, tras una crisis sentimental que me dejó con los crespos hechos, cajas de botellas embarradas en la habitación y decenas de cigarrillos poblando los muebles, había decidido por fin sentarme frente a la computadora y teclear como un profesional hasta que el cansancio me consumiera.

Recuerdo los primeros días, llevaba tres meses alternando entre el periódico y la revista, luego de prender el primer pucho y llevármelo a la boca me había lanzado como un lobo frenético a narrar historias que tal vez nunca había vivido pero que yo creía reales, y a relatar vivencias que sí eran tangibles pero que otros pensaban que eran ficción.

La verdad nadie me enseñó a escribir. Al menos no en casa. En mi familia se hablaba de política y de otros temas de coyuntura, pero ninguno había tenido la gallardía de comentar alguna obra literaria.  Creo que tampoco en la universidad:  la mayoría de compañeros, orondos, solo cogían las cámaras de la Facultad, alucinándose trabajar en las cadenas internacionales como la BBC o en CNN. Ni siquiera en las reuniones con amigos ocurría ello, allí entre el humo de Lucky Strike y el sonido del reggaetón que me parecía frívolo, sólo se discutía del próximo celular o de algún tema de espectáculo que ni yo estaba enterado. Frente a ello y ante la escasa motivación exterior prefería quedarme en casa, y como un topo devoraba los libros que compraba sin el menor escrúpulo y que en ocasiones, con mucha astucia, birlaba con el fin de llenar mi biblioteca.

En esta época de la universidad empecé leyendo a Hemingway, luego a Hesse, pronto a Faulkner y a Kafka y más tarde me vi envuelto en la narrativa vargasllosiana, que plasmaba sin tapujos las ambigüedades de la sociedad peruana de los últimos 50 años.

No sé cuántas veces los leí o los releí, o luego con cuántos autores más quedé ensimismado. Creo que consecuencia de ello, y quizá por obra del destino, comencé a pergeñar mis primeras historias. Hasta hoy lo recuerdo, ninguna de ellas llegaba ni a una página; sin embargo, algo había en ellas, fortaleza, decían los docentes en la universidad, fortaleza y buenos temas se evidenciaban en aquellos relatos breves. Producto de ello, en menos que cantase un gallo me vi publicado en revistas de la universidad. Luego en los suplementos culturales de Tiempo, el diario más prestigioso de la ciudad.

Terminé con satisfacción los estudios superiores y empecé otra etapa en mi vida, esta vez como redactor de Notas y en la revista Press Emotion, nombre ridículo, por cierto, pero qué importaba.

Me presenté al puesto de redactor de Notas, el primer sábado de enero, punto del mediodía. La prueba consistió en un riguroso examen de ortografía, redacción y elaboración de artículos sobre temas de actualidad. En tales circunstancias y con el papel aún en blanco frente a mí, recordé cómo ayudaba a mis compañeros en la universidad a superar estas lides en las que yo me movía como pez en el agua.

Al día siguiente, celebré el ingreso a Notas con una caravana de platillos que mis tíos y algunos amigos me agasajaron en un conocido restaurant del centro de la ciudad.

Me presenté al diario, dos días después con todos mis papeles a cuestas.

Desde que llegué a la redacción me sentí un ser estrambótico. Un grupo de personas surgían de manera inesperada y pronto desaparecían. Otros salían de sus escondites, oficinas acomodadas, llenas de humo, y se enfilaban a la puerta principal sin dirigirme siquiera la palabra como entes autómatas.

Quedé lelo, frío, estupefacto y me sentí peor cuando un tipo canoso, mestizo, de locuacidad petulante y que parecía envuelto en un cuerpo de elefante se paró ante mí y me dirigió la palabra. Era mi jefe.

Me quedó mirando como un felino salvaje frente a su presa.

Ni bien entré a Notas, lo primero que hice fue voltear noticias que no tenían nada que ver con nuestro país: crisis en Siria y Palestina, muerte de un dictador en un país llamado Venezuela, caos en París debido a unas bombas forjadas por grupos terroristas, entre otras informaciones; al mismo tiempo que empecé a cubrir algunos eventos deportivos.

La verdad que rodearme de futbolistas malolientes y atletas desamparados, casi en la lona, me resultó degradante. Así estuve los primeros días. Pronto contrataron a un especialista en Deportes y yo pasé a Política, aunque a veces alternaba en Policiales.

  • Para que aprendas -dijo mi jefe- aquí nadie es imprescindible.

Esas cuatro primeras semanas, con la idea de ser un autor bien importante en la sociedad, recuerdo que escribí poco, por no decir que casi no escribía nada. Había dejado de vivir con mis padres y había alquilado una habitación cerca del diario.

Llegaba a la habitación, con las únicas ganas de tirarme a la cama, beber y comer algo y ver TV. Los días en la ciudad se habían vuelto tumultuosos. Los casos de sicariato y extorsión se habían ampliado de una manera grave en los alrededores de Trujillo. Cinco o seis muertos al día habían sido la cifra más escalofriante luego del terrorismo.

  • El cachaco tontonazo no hace nada-decía mi jefe- no sé qué pensaron los peruanos para elegirlo presidente, a este baboso.

De igual manera, durante esa época las campañas de electorales para el congreso y la presidencia se había sumado de manera electrizante, que me tocó ir detrás de los candidatos para entrevistarlos. Por ese tiempo también, gracias a una reunión en casa del director de Notas había conocido a una mujer, cuyo nombre aquí no interesa.

«Luego ella volvió a la carga, moviendo su boca que parecía una flor gruesa llena de sangre a punto de estallar»

Recuerdo que la mujer bebía una copa de champagne, en una especie de bar que el director había acondicionado en su casa, cuando se acercó a mí luego de haber estado rodeada de varios mocosos y uno que otro viejo chato, de mostacho poblado y risa bravucona. Yo que estaba impaciente por irme de una vez y descansar luego de un día ajetreado marcado de sangre en Florencia de Mora, La Esperanza y el Porvenir, la silueta preguntó mi nombre. Era una silueta gordinflona, ojos vivísimos, cabellos ondulados y habla cantarina.

Quedé alelado ante ello.

Pocas veces había vivido tal escena. Obviamente era amiga del director, y según muchos decían allí, el periodismo le causaba furor.  Leía Notas todos los días, incluso esa noche llevó un ejemplar doblado en su cartera.

La quedé mirando.

Con el paso del tiempo. Ya tenía tres meses trabajando en el periódico y con la posibilidad de una nueva renovación de trabajo, vi una tarde a la mujer, amiga del director, cerca de una avenida muy concurrida, próxima a tomar un taxi que quizá la lleve a su casa u a otra parte.

Me sorprendí al verla, pero no hice nada.

Un par de días después, tras una mañana agitada porque debía entrevistar a un futuro congresista y ex postulante a la presidencia, vi de nuevo a la chica. Estaba en el umbral de la sala de redacción conversando con un tipo de bigotes. La reconocí de inmediato, pero no la saludé. Me interesaba terminar de una vez el trabajo e ir a descansar. Sin embargo, algo sucedió, ella giró hacia mí apenas escuchó mi nombre. El tipo de bigotes, de nombre Gustavo, quien me había enseñado el oficio de escribir y a quien le contaba todas mis cosas, un cómplice nato, me llamó. Ella me quedó mirando.

La verdad no sé si se rio o solo fue una sonrisa fugaz, como me dijeron todos en la redacción.

Esa tarde descargué las fotos, aporreé el teclado de la computadora sin más no poder y me fui de allí.

Llegué a mi habitación.

Comí un sándwich que había guardado desde la mañana, y tras una media hora de intervalo, estaba desnudo, tenía el pecho mojado y un par de chelas sobre el escritorio, me puse a golpear el teclado en serio. Creo que allí comenzó todo. La sequía, el vacío se habían disipado.

Durante varios meses estuve así.

Y este estímulo aumentó más cuando encontré esa mujer cerca de una de las cuadras del jirón Bolívar.

En mi día libre y había aprovechado para ir a comprar ropa. Salí de la tienda con un par de bolsas llenas de camisas y un pullover que tanta falta me hacían, cuando me choqué con la mujer. Ella dijo algo. En eso sonrió.  Yo quedé asustado. La mujer llevaba las cejas muy oscuras, casi negras y un vestido rojo muy pegado en donde se le descubrían algunas pecas del cuello y en donde parecían asomar los senos.

Caminamos juntos hasta llegar a la plaza mayor. En algún momento creí que todo moriría allí e iba a regresar a casa. Había estado libre ese día. Era martes. Cielo gris. Pero el destino es el destino, rezan algunos.

Nos metimos a un café.

Durante unos segundos ninguno dijo nada. Ella tomó su taza y empezó a sorber el capuchino mirándome fijamente. En eso abrió la boca. Hasta hoy no lo olvido: unos labios gruesos y rojizos y una dentadura simétrica, blancuzca y perfecta.

No recuerdo cuánto tiempo mantuve la mirada suspendida como perro mientras ella movía la lengua y saltaban las palabras. Desde hacía dos años se dedicaba a la enseñanza en un colegio privado. Un colegio privado, acaso uno de los más costosos de la ciudad. Allí dictaba cursos de Lingüística y Letras Hispanoamericanas e Idiomas. Bordeaba casi los 38 años. Yo en un principio le puse 35, quizá hasta 36. La verdad nunca he sido bueno para acertar en las edades.

Ese día recuerdo ya llevábamos por el segundo capuchino.  Pronto nos quedamos callados. Luego ella volvió a la carga, moviendo su boca que parecía una flor gruesa llena de sangre a punto de estallar. Me contó que había terminado la relación con un tipo seis años mayor que ella y que próximamente iba a cursar la maestría en una prestigiosa universidad de Lima. Quedé asombrado. Yo que nunca había salido a tomar un café con una mujer mayor, excepto con mis tías y mi abuela, menos pensaba realizar una maestría ni estudios ni nada hasta esos momentos. Yo que siempre andaba detrás de mujeres menores que yo y a veces cavilaba en la posibilidad de algún día escribir un libro que me llevara a la gloria.

En eso el silencio volvió.

No sé cuánto tiempo duró. Luego me percaté de algo estrambótico en los ojos de la mujer, estaban rojizos y algo llorosos. Hacía tiempo que no veía a una mujer de esa manera. La última vez, hace dos años, una prima se había arrojado a mis brazos con un llanto duradero que hasta hoy recuerdo. Era debido a un problema marital. Luego nadie más.

En ese momento le agarré una de las manos. Estaba sudorosa. La mujer me miró. Pronto sonrió.

La escuché durante una hora, quizá más. Terminé mi café y salimos de allí.

En adelante, nos vimos en varias ocasiones: una, en la redacción, ante el estupor de mi jefe quien al percatarse que su mejor amiga me arrastraba hacia un auto el cual zarpó como un cohete. Y la otra, en una exposición de arte griego en la Casa de la Cultura, donde no dejó de parlotear y yo me mostraba ruborizado, acaso extasiado, en medio de un mar de gente, confundiéndola en muchas ocasiones con la Venus de Milo.

Y la última: una noche frente a la Catedral, en donde tras una hora vana esperando a una autoridad muy importante de la ciudad para una entrevista y en la cual ya llevaba consumiendo de tres a cuatro Lucky Strike. De repente una sombra se puso frente a mí, me cogió de la cintura, y tras un abrazo lleno de ascuas, me dio un beso en los labios. Era ella.

Nunca la vi más.

Me vi de nuevo arrastrado por el trabajo. Seguía aporreando el teclado.

Escrito por Guillermo Francisco Salvador Saldarriaga. Licenciado en Ciencias de la Comunicación

Guillermo Salvador Saldarriaga

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