Solía hacernos leer bajo el árbol de retama que había en el patio de nuestra casa. En medio de la pampa, a 3500 m.s.n.m. en el sur de Huancayo, alguien forjaba el espíritu de sus hijos mediante libros. Por él aprendí a declamar.
Cuando dejé mi tierra huanca y el desierto de Cañete nos abría sus generosos brazos, ya éramos habituales en la lectura. Salgari, Dumas, Izquierdo Ríos y Serafín Delmar eran habituales en la mesa rústica que teníamos.
Contemplo con serenidad su rostro a dos años sin su presencia. Pero él sigue parado frente a nosotros que nunca envejecimos en su mirada. Los libros, otra extensión de sus brazos, aún abrigan la noche de orfandad. Y volvemos a estar con él.
Siempre que ingresaba a la casa tenía un perfil arguediano. Su creatividad no tenía límites. Sus manos modelaban la ternura; fijaban el afecto.
El poema Los pasos lejanos, de Vallejo, fue creado para él. Nunca antes una obra había sido tan biográfica con los sentidos y la geografía del entorno de mi padre. Mis padres ahora habitan el cosmos, por ellos va mi corazón a pie.
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