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Trujillo Beat

Las preguntas de siempre. Autoficción, por Jesús Escamilo

«No es culpa mía si estoy hecho de cristales amargos». Eielson.

Lima

1

Camino como si tuviese una gran carga sobre mis espaldas. No es así. La verdad, en este viaje solo llevo una mochila, alguna documentación para ser presentada en el Consulado de España en Lima, un par de medias más -las que traigo puestas conmigo seguramente serán tiradas a la basura-. Desde luego también haré lo mismo con la cajetilla de cigarros que traje. Es un error, de cierta forma, cargar cosas para un solo día de viaje. Por fortuna no conseguí decidirme por ningún libro para esta corta estadía. Tampoco insistí, como otras veces, en plantear un itinerario; ni museos ni parques ni visitas, nada de nada, ni mierda; será mejor así, llegar a Lima como un errante, siendo un animal con un solo motivo que apenas durará una hora.

Por eso cuando tuve que salir de Trujillo, lo mejor era salir lo más tarde posible. 10:30 p.m. para partir a otra ciudad, o mejor 11:00 p.m. Ir al baño por una vez más en la agencia de viajes y subir al bus a buscar el leve sueño o quedarse despierto viendo una de esas pésimas películas que ofrece la cartelera del bus. Exhibirse a otros, también es una posibilidad, y sí que lo he pensado. Pero probablemente lo vivido durante nueve horas en la carretera, me exime y responsabiliza a otro de mi fatiga, esa carga que llevo tiene nombre, apellido y un cuerpo enorme, rechoncho, casi irresponsable. No se cómo se llamaba el tipo, pero seguro sus amigos lo molestan, le dirán de todo; apodos trillados que yo en algún momento recibiré, porque mi peso si se ajusta al tiempo y desbalances terminará como el de ese tipo. Seré como él, un tipo que ocupa dos asientos para viajar.

Entonces espero no hacer lo que el gordo nos hizo a nosotros, pero sobre todo a mí: roncar como un buque, como una locomotora vieja; no dejar descansar a sus compañeros de viaje. Para ese hombre, parece ser o entenderse, con normalidad, la deslealtad de ganarle en una competencia de fuerzas al propio motor del autobús. En tanto, pasa toda la madrugada y llega la mañana; el hombre sigue roncando, nadie le ha dicho nada, los demás no se inmutan, parecen no estar ahí, ser sordos. Y cansado y con un ritmo afiebrado me levanto del asiento -hace mucho descubrí que es mejor viajar siempre en el segundo piso y en la primera fila; tienes una mejor libertad para estirarte-. Por fin veo de cerca al hombre, y siento pena; un sentimiento absurdo, todas las ganas de asfixiar al hombre con la almohada que nos dan para el viaje se van. Solo lo miro, no le hablo. Lo observo roncar, ni siquiera se mueve. Es un titán con más de 140 kilos y es más alto que yo. En vano sería decirle algo, porque de haberle hecho tragar la pequeña almohada azul, seguro se la hubiese comido y luego él habría escupido piezas de un rompecabezas… y yo de miedo y encogido podría ser tragado por él. En tanto dejo de perturbarme por mi imaginación. Llego al baño, me lavo la cara, salgo, subo las escaleras, veo al hombre una vez más, oigo sus ronquidos. Son las 7:00 a.m. del martes y ya no culpo a aquel hombre de mi fatiga y desvelo; entiendo que soy yo el culpable, y los somos todos los que estamos ahí. Aun así, intento dormir otra vez, tengo un pequeño alivio de una hora; en cuanto me despierto el sonido es el mismo, y las ganas de salir de ahí han desaparecido. Al entrar a Lima y ver cierta decadencia, es entendible todo. Solo queda llegar a la agencia y esperar que el día siga.

 

2

En la mañana, ya estando cerca al Consulado de España en San Isidro, y con un sueño rotundo, Lima sigue siendo la misma. Su euforia callejera se manifiesta de distintas formas: aquí todos gritan o quieren hacerlo; hay cierto deleite por la desesperación y la arrogancia, en cualquier sitio puede ocurrir un accidente y la gente seguiría caminando. Pero hoy no me ocurre eso, solo llueve con timidez y mucha gente deambula. Llego pronto a la embajada, de hecho, estoy antes de la cita acordada. Así que el vigilante con amabilidad me dice que regrese a la hora que se me requiere en el resguardo. Ni modo, a caminar un rato más, y esperar con inquietud el momento demandado. Antes del viaje, sabía que podría ocurrir algo así, quedarme sin hacer nada por unas horas por la mañana; del mismo modo por la tarde, luego de salir de la embajada. Busco la ubicación de una cafetería cercana, que sea la más barata y entro. Esto ya había sido decidido con antelación. Es martes y una actividad recurrente para hoy es esperar, y prefiero que sea en un café, al menos veo hombres pasar y el vuelo de las moscas -que por cierto he visto poquísimas- me hacen sentir menos desgraciado. Mi voluntad reposa en una taza con café, 6.00 soles, me dices; momento de pagar.

Es la una de la tarde. Por fin estoy dentro de la embajada, pasaporte en mano, y esperar en la fila para mi turno. Llevo el resguardo y algún otro documento que no me habían solicitado, este último lo guardo, pues, me dicen, lo innecesario no tenerlo en manos. Estoy en la ventanilla, nombre y apellido, entrego el pasaporte, todo está bien. Espere un momento, me dice la recepcionista. Demora muy poco. Al final, de forma escueta, me dice, regrese el jueves antes del mediodía, ahí se le entregará el pasaporte. De momento, no lo creo, y replico. Finalmente entiendo que es vano. Salgo del consulado con mi documento de identidad en las manos. No hay otra cosa que hacer, tengo que quedarme en Lima hasta el jueves por la noche, reviso mi billetera y me doy cuenta de que solo me alcanzaría para pagar las tres comidas de un día y dormir en un hotel una noche. Estoy cansado, no tengo otra ropa, llegué para quedarme un día y estoy obligado en estos momentos a quedarme dos días más. Llamo a mi madre, dialogamos y pensamos en posibles panoramas, regresar a Trujillo, y viajar otra vez con la misma rutina, sería un gasto mayor. Debo permanecer aquí, y prestar dinero, molestar a mi primo, al cual he visto hace algunas semanas.

Camino por la avenida Javier Prado, lo llamo no contesta, soy incapaz de volver a llamarlo, y le escribo un mensaje de texto, responde de la manera más breve, jocunda y afortunada: ya gil, no te preocupes. Nos vemos por la noche. El único pendiente que me queda ahora es ir a la agencia, Cruz del Sur, queda cerca; en realidad es solo ir caminando de frente, unas siete o nueve calles. Al final, hablo con una recepcionista del counter de la agencia, tengo la necesidad de contarle todo, ella parece aburrida, trato de hacerme el gracioso y elocuente, no funciona. Tengo que reconocer que la recepcionista no me quiere escuchar, se deshace rápidamente de mí y con simpatía llama al siguiente en la fila.

  • Gracias- digo, y leo su nombre en su fotocheck.

Y el que estaba atrás de mí en la fila, comienza a hablar. Tengo que irme, lo sé

Estando afuera con un ademán y después con un silbido pido un taxi. Pregunto cuánto al Hotel Mandarín de la avenida Petit Thouars, llegamos a un arreglo.

  • Tiene que cerrar la puerta con más fuerza -me dice el taxista.
  • Bueno -admito.

Al mismo tiempo reviso las noticias en Internet, el taxista empieza a buscar conversación pero yo reacciono con estupor a una investigación que ha sido publicada días atrás. Un poeta peruano habría violado a su hija y a su hijastra según lo indican ellas. Los detalles de esa perniciosa historia son reconstruidos a partir de 1978. El taxista sigue hablando, a mí se me apaga el celular. Me entero por el desfachatado conductor que en este hotel hace años asesinaron a una mujer y que también antes se hospedaban todos los integrantes del Grupo 5. De cierto modo, el taxista sigue hablando, yo le pago, y salgo velozmente del auto. Entro al hotel, me registro y no se ocurre, ni por fregar ni por ser diligente y precavido, preguntar por lo escuchado. Presumo que solo quiero ducharme y echarme a la cama. Además, por qué molestarme, si la administradora y recepcionista que están ahí, no me reconocen. Y eso que en este hotel pernocto cada vez que llego a esta ciudad.

 

3

Ya por la noche, y más descansado, converso otra vez con mi madre. En España es de madrugada mientras en Perú serán las siete de la noche. Desfavorecido por mis circunstancias le explico a mi madre que no he traído más polos o bóxeres para cambiarme; a las justas tengo un par de medias más para usar, y debido a que camino por el cuarto del hotel con medias puestas, estas han cambiado de color y no me sirven mucho porque están deshilachándose. De manera que estoy usando las únicas medias que me quedan, las otras residen en la basura. Mientras converso con mi madre de este anodino acontecimiento, ella me aconseja que por la noche lave medias y calzoncillos y que, para el mediodía de mañana, las tendré pulcras, casi incólumes. Yo reniego, le digo que es imposible. De pronto me convierto en un experto en meteorología y niego que las prendas se sequen, incluso mi madre, otra vez de la manera más paciente vuelve a decirme que no pierdo nada. Pero yo no lo haré, desvío el tema y al final dejamos de charlar.

Entro a la ducha por segunda vez, me pongo la misma ropa, ya cambiado, me baño otra vez con un desodorante y salgo de la habitación 308. Antes de salir del tercer piso dejo la luz del baño y el televisor encendido, acomodo el miedo que me producen los robos a la luminosidad, creo estúpidamente que no entrarán a mi cuarto si escuchan alguna bulla o ven una luz encendida que se desprende por el ventanal del baño, diligencia absurda; alguna vez leí que en un hotel en Lima se robaron hasta los focos y el papel higiénico de muchas habitaciones, para prever algo parecido escondo el rollo de papel higiénico sobrante. El lugar indicado, el tacho de basura.

Voy al centro comercial, había quedado unas horas antes con mi primo en aquel lugar. Así que aproximadamente a las ocho de la noche estoy yendo para allá. Pienso que no estoy en peligro por estas calles, en mis anteriores viajes prácticamente caminé muchas veces por aquí. Probablemente, aún si viviese o estudiase por aquí, la gente me reconocería, solo basta caminar entre las avenidas Petit Thouars, cuadra 13, Arenales, y la Canevaro. Yendo de un lado a otro, aunque por aquí los transeúntes de mañana son oficinistas y estudiantes, o vendedores; por las noches, un aura sexual cubre las calles, sobre todo la Petit Thouars, entonces algunas cucufatas pasan diciéndoles que son el lumpen de estas calles y que siempre lo serán, conclusión más estúpida; en la noche tengo la sensación que esta y cualquier ciudad no es la misma, y no cabe ni se necesita arbitrarios prejuicios, mañana nadie sabe con quien se meterá a la cama. Pero hoy no veré esa escena languideciendo; en manos de mi primo y su buena disposición para un préstamo, tendré que salvaguardar mis tres noches, incluyendo la de hoy. El préstamo servirá para pagar el hotel, del cual pagué la mitad, y para conseguir un hotel más barato en donde pueda dormir mañana; en tanto la comida, si se ajusta a toda regla general, tres por día, debe prescindir de precios regulares y pensar en pagar lo mínimo.

Al final, mi primo llega, por fin me presta un dinero que podrá ayudarme en estos días, ceno algo ligero con él, y vuelvo al hotel más temprano de lo acostumbrando. Antes de entrar al hotel recuerdo escribir a mi primo para que envié la dirección exacta de la pensión donde está quedándose este último año en Lima. Hemos acordado que mañana y el jueves estaré ahí, metido en su habitación como un ratón mientras él trabaja, yo solo necesito tener tiempo hasta que entreguen mi pasaporte. Por supuesto, antes que aceptase, me cuenta de la precariedad en la que vive, que a las justas entra él, y que dormiré en un sofá que está afuera de su cuarto. Acepto, no me queda de otra. Tengo en la billetera muy poco dinero para darme el lujo de dormir en un colchón, es por eso hoy dormiré temprano y mañana por la mañana lo mismo, dormir hasta que me echen del hotel.

Son las doce del miércoles, no desayuné, vi alguna película dentro de mi habitación. No hablé con nadie, no contesté ningún WhatsApp; todo este remedio entretenido de soledad enseguida cambia, suena el intercomunicador por cuarta vez. Me dice la recepcionista, joven tiene que salir del cuarto o sino se le cobrará un día más aparte de lo que nos debe. Digo, coño, mierda, aunque lo digo musitando, al final aclaro mi voz y respondo cínicamente, está bien, ahora salgo.

Al poco rato estoy fuera del hotel camino a almorzar a San Isidro; muy cerca a la agencia Cruz del Sur. Persisto en caminar, fatigarme, llegar demolido para almorzar con mi primo y poder echarme un rato en su habitación. Accidentalmente hay un triunfo mediocre en mi caminata; encuentro dos nuevos soles, pero al estar jugando con la moneda, entre un lanzamiento y otro la pierdo. De pronto me doy cuenta que estoy a unos veinte metros del trabajo de mi primo. Inquieto y con hambre, lo llamo. Poco después, caminábamos en búsqueda de almuerzo, aunque en realidad mi primo, amagando cualquier otra posibilidad, sentenció donde debíamos almorzar.

  • Habla ¿qué quieres almorzar? Por aquí hay una tía que sirve como mierda, y a diez lucas, nada más.
  • Vamos- dije. Y caminamos dos o tres calles.

 

4

La muchacha que atiende en el menú parece conocer a mi primo. Él la tutea. Y en seguida, cuando regresa a dejar una entrada a otro comensal, puedo ver que la muchacha no habla de prisa y nos juega bromas, no por impertinente, al contrario, es así, pertinaz, desbocada, y por eso no se calla nada, y responde ante cualquier comentario. Por esta razón la confianza casi innata entre la mesera y mi primo empieza a entenderse. Yo, sin mayor relación, también corro con la misma suerte. Con autoridad entusiasta la muchacha -de la que ni siquiera me preocupé por su nombre- nos acorrala con su mirada y nos exige pedir alguno de los tantos platillos del menú. La carta del día de hoy está a la disposición, basta echar un vistazo al pizarrón que está afuera. No pasa mucho y pedimos. Mi primo, un seco de carnero con garbanzos; yo, tallarines rojos con pollo. Además de las entradas, hay también postre, sin embargo, todo esto vendría a pasar como cotidiano, sin gracia, esfuerzo, o agrado, en efecto algo cambia. Antes que nos diésemos por servidos, mi primo me explica que, en este local, hay que pedir el menú a la muchacha de cierta manera.

  • ¡Dame menú como para hombre! -dijo mi primo-. La muchacha actuó natural, parecía acostumbrada a bromas.
  • Sin llegar a creer en la pachotada anterior y con el mismo tono, dije -Por favor igualmente un menú como para hombre-.

La muchacha me miró, lo que dijo después albergaría como condición todo lo que me sucedería los siguientes días

  • Tú no eres de por acá ¿verdad?
  • No ¿por qué? -respondí-.
  • No me hagas caso.
  • Y entonces, lelo, volví a preguntarle por qué, mientras mi primo comía sin prestar atención a nada –puedes responder-.
  • ¿Acaso no te está yendo mal estos días que estás aquí? Créeme estás salado, cagado, debes ir a que te hagan una limpia; –me reí como diciéndole que se ocupara de su vida y deje las adivinanzas; que es fácil saber cuando alguien está mal.

Salimos de ahí. Los siguientes días fueron peores, perdí mi documento de identidad, dormí como un perro que es dueño de su soledad y decidí pasar la noche en un pasadizo, me enfermé del estómago, vomité dos veces. Todo iba mal, incluso el agua del caño sabía distinta; al final regresé a Trujillo.

Al cabo de unos días llamé a mi primo; pensé que tendría que deshacerme del recuerdo de la camarera preguntando por ella. Incapaz de dejar al tema para el final, pregunté, mi primo me dijo, que al final todo era una broma. No le creí. De hecho, tuvo que ser mordaz y eficiente para que yo me dejará llevar por las palabras de la camarera.

  • Qué ganaste -respondí.
  • No lo ves. No se trata de ganar o perder, solo observa el contexto, como mierda te puede joder alguien sin conocerte. Si o no, te cagaron unos días -dijo mientras se escuchaban ruidos por el celular. No pregunté con quién estaba. –Olvídate de todo- dijo al final, y cortó. Entonces salí de casa, y mientras caminé, reí.

Al día siguiente, todo parecía otra vez normal. Las calles, el efecto colorido de un mar de sombrillas, los vendedores y sus voces; el mismo sitio, con sus propias condiciones y miserias. Y mientras bajaba de la Galería San Carlos, incluso la mediocridad y el escepticismo volvían adueñarse de la vida; como siempre, como si temblequeando deberíamos aceptar la vida.

Fotografía: Anthony Ibañez Carranza

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