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Trujillo Beat

«La gente, esa arma destructiva de identidades», por Valery Bazán

Crónica de ficción

“Hola Santi, te has engordado eh mi cholo”. Sigo caminando luego de saludar con el brazo batiente y de manera sorpresiva a mi irrespetuoso colega “qué se cree, si está más gordo que yo”, mascullo mientras miro mi cintura con una elipse hacia adelante. Tiene razón, la obesidad no es la causa de asemejarme a un pálido y semihinchado bratwurst, pero también es cierto que ya no soy el flaco, de aspecto anoréxico, de la época universitaria, en sus primeros años.

“Profe, buenas tardes, los de quinto ciclo han apostado que usted cambiará la fecha del examen. Tienen listo un florazo de que se van de viaje con otro curso y que por eso no han podido leer”. “Gracias por avisarme, habrá examen así tengan que viajar con el rector a la Antártida”. ¿Me he vuelto un profesor endeble? ¿Fácil de convencer? ¿Mis exámenes son temibles o irrelevantes? Mientras me aproximo a la sala de docentes me cuestiono lo que pueden susurrar algunos estudiantes a mis espaldas. “Santiago atraca un cambio de fecha del examen, hay que saber decirle, ya verás”, imagino decir a una de las estudiantes, una que no quiere leer ni el título de las diapositivas de mis clases, cuando exponen sus compañeros duerme hasta roncar sonoramente.

Al menos en mis cursos, los chicos son algo más recatados en sus intentos de relajo, debe haber una cuestión relacionada con el tema del género en ello. Hace años los estudiantes le quitaron el término “profesor” a nuestros nombres cuando nos mencionan en sus charlas, yo sigo diciéndole “profesor” a los maestros que me enseñaron y que ahora enseñan en las mismas aulas que yo, a los mismos estudiantes que yo.

Volviendo a los alumnos, si de estudiantes prácticamente nos tutean, sin que lo sepamos, ¿de profesionales nos llevarán a trabajar para ellos? ¡Hombre!, si pagan bien. No todos tienen la suerte del dueño de una academia preuniversitaria, uno que en su centro contrataba a quienes fueron sus profesores en la juventud.

Dos horas después, he tomado el examen, 4 páginas, 5 preguntas, el promedio de respuestas por examen fue de 3. No me enorgullece, pero tampoco me deprime, los chicos no mencionaron viaje alguno, con ese examen me habrán mandado mentalmente de viaje a mí, por no decir que me mandaron bien lejos. Salgo con el gordo fajo de papeles A4 bajo el brazo y la mochila en el hombro pensando en tomar un taxi, me despido del vigilante que me conoce desde que era niño “chau Bruce” me lanza, y se ríe, y yo no me río, mi cara de piedra y los ojos de perro, veo cómo cambia su rostro a circunspecto por mi impavidez. Me río, y él, ya descargado de la presión, vuelve a reír. Me llama Bruce por Bruce Lee, sabe que practiqué karate muchos años, pero nunca se enteró que Lee era practicante de kung fu.

He pasado de ser un gordo, a ser un profe de fácil convencer, para luego convertirme en émulo de una leyenda de las artes marciales. La gente adora arrancarte de lo que eres; un mote, un adjetivo, un diminutivo, la cosa es llamarte por algo diferente a lo que eres. Debe ser una costumbre nacional. Yo también lo hago y me arrepiento de ese hábito, pero tampoco me deprimo. Si el próximo me dice Santiaguito lo cuelgo del brazo derecho de la cruz del óvalo papal.

Cruzo la avenida y espero a un taxi. Más que aguardar inicio el ritual de espera de un taxi, nunca subo a un taxi que esté detenido, reviso las farolas, las puertas, las caras, los ojos. Nunca subo a un taxi cuyo conductor no me mire a la cara, nunca subo a un taxi cuyo conductor lleve gafas de sol más oscuras que las mías, nunca subo a un taxi cuyo conductor intente cobrarme menos de la tarifa promedio. Del mismo modo sé que un conductor no me quiso movilizar cuando me quiso cobrar, al menos, dos soles más de la tarifa normal. Entiendo que hay quien desconfíe de tipos con vestimenta semiformal con rostro pálido y mochila negra. Como su servidor.

Levanto la mano ante un vehículo que se aproxima, se ve confiable, se detiene con estrépito, miro al taxista y no es que se parezca, es que es idéntico al alcalde de la ciudad. El rostro pétreo y la sonrisa de cemento rajado. “No maestro, gracias, me confundí de taxi”, el tipo sonríe sin entender nada y luego me dice “no se preocupe caballero, soy nuevo en esta ciudad, soy de la sierra de Cajamarca ¿qué ruta debo seguir para llegar a la plaza mayor?”. Le indico al detalle qué calles tomar y antes de marcharse se despide amablemente con un “muchas gracias amigo”. Le deseo suerte antes de que arranque. La verdad es que el desconcierto seguía en su rostro.

Reseteo el ritual para tomar un taxi, “este no, este tampoco, tiene la farola rota, este, uuhmmm ¡taxi!”. Saludo al conductor, es un respetable señor de bigote, acordamos el precio, me siento en la parte posterior, justo al centro, recuesto la mochila a mi izquierda, junto a la cadera. Abro la app del Twitter en el smartphone y comienzo a revisar las noticias de lo que pasa en el Perú, es decir, lo que pasa en Lima, en ese monstruo de 10 millones de cabezas donde se decide siempre la suerte, la suerte también de los otros 20 millones restantes del resto del país.

“Joven, ¿es usted periodista?”, me interroga el conductor a través de ese rectángulo espía que es el espejo retrovisor. “¿Por qué lo dice maestro?, me refiero a lo de que parezco joven”, el conductor se carcajea ante lo que intuyó era una ironía. “Lo digo porque usted no deja de ver el celular y sólo lee, no escribe nada, o sea no chatea con nadies”. Si hay una virtud que poseen todos los taxistas del mundo es su alta capacidad de observación, ese estado de alerta que permite que no se les escape un solo detalle del pasajero al que transportan. Al detenerse en una esquina desvía la mirada del espejo para mirar hacia la radio, baja el volumen y yo quiero agradecer esa leve paz dándole un sol de más, un bono a la tarifa ya pactada. La voz del elocuente narrador de la radio se apaga, es Radio Exitosa, porque en esta ciudad todos los taxistas oyen esa estación y como digas algo contra las denuncias que se lanzan en esa radio, el taxista te puede pedir que te bajes o lanzarte en un descampado, sin más.

“Sí, soy periodista”, balbuceo, “usted ha acertado, pero no soy de los periodistas que a usted le gusta oír”. El conductor dibuja una uve con el entrecejo y me dice “ah entonces no le puedo preguntar nada”, y le respondo que hay periodistas que saben mucho, que obviamente no estoy en esa lista, y finalizo diciéndole que en este país la verdad es casi ficción y las mentiras son prácticamente verdad. No he criticado a Exitosa pero ha puesto cara de querer pedirme que descienda del auto. “Ese es el problema de la juventud, son muy idealistas, mire usted”, esboza y vuelve a subir un poco el volumen, el conductor del programa de radio anticipa una denuncia ante una autoridad local y eso entusiasma al chofer.

Quedan dos cuadras para llegar a mi destino, le digo que se mantenga siempre informado y que dude siempre, y de todo, lo que dicen los políticos. “No te preocupes hijo, ya estoy vacunado, pero el mal menor siempre ganará”.

Me bajo feliz, de todos los calificativos recibidos hoy, el de “joven” me satisfizo. Un día saldré a la calle y me creeré todo lo que me digan, creeré en lo que me llamen según el aspecto con el que me encuentren.

Firmado: El Gordo de Bruce Lee que se cree periodista.

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