VOLVÍ A CONOCER A GERARDO CHÁVEZ en el ecuador del verano de 2007. La primera vez que supe de él fue mediante una cobertura a su obra en El dominical, de El Comercio en los días que sucedieron a la secundaria. Yo tenía dieciséis años y quedé sumergido en su república de seres mágicos que danzaban sobre el lienzo.
Rojos indios, mostazas difuminados en el blanco y a su vez con el amarillo catedral; personajes en fuga permanente, cuyos ojos desorbitados, remitían a batallas legendarias. Con Gerardo Chávez aprendí a pensar el mito. Al hermano de Ángel le debo la redención del espíritu artístico que pugnaba por nacer en mí.
Empecé a pintar y en paralelo el maestro construía el museo en su natal Trujillo. Su afán de crear un nuevo espacio para la contemplación era la conclusión de un carrousel que no dejaba de orbitar su inquietante imaginación.
Y digo volví a conocer pues una amiga trujillana, Ana Rebeca, me lo presentó en el marco de la feria del libro. La plazuela El Recreo fue un escenario ideal para ese momento. “Maestro, le dije, ¿puedo tomarme una foto con usted?” “Llámame Gerardo, los maestros están en la Italia renacentista.”
Conversamos sobre su obra, aunque suene pretencioso decirlo.
Los jinetes en vuelo permanente aún hoy me conmueven. Cada personaje tiene una historia particular; entre las pinceladas y la construcción de ellos, hay un poema invisible que reinventa sus metáforas en los ojos de cada espectador. Lo onírico, lo espiritual y la materia se entrelazan.
Los museos, las fundaciones, las galerías que cobijan sus obras, al apagar sus luces cotidianas, dan paso a la gran comparsa de monólogos interiores que trabajan y corren y se exaltan en los pasadizos. Los matices de los lienzos iluminan el reposo nocturno. Al amanecer, vuelven a la tela, exhaustos, para seguir galopando desde la mirada de los visitantes.
La biografía de Gerardo Chávez se entiende desde el carrousel y el vigor de un hombre deicida.
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