En ocasiones en la vida ocurren situaciones en las que uno prefiere no pensar y dejar, mejor, que fluyan. Aunque ello signifique hundirse en un mundo de caos y vacío reiterativos. Guillermo Salvador Saldarriaga.
Desde que emergió la tarde, la lluvia ya se esparcía por toda la ciudad. Las gotas aparecían ligeras y constantes humedeciendo las paredes y los techos de las casas, negocios e instituciones que aún laboraban durante ese tiempo.
Por casi media hora o quizá más, el fenómeno lluvioso iba alterando la vida de las personas y de toda la ciudad.
Luego de un intervalo en que se creía que todo había cesado y la vida seguiría su curso normal, aparecían de nuevo como un ataque frontal.
Pese a ello, y con la obstinación propia de mi ser, me lancé esa noche como un tipo delirante al evento cultural. Lo tenía en agenda desde hacía varios días, por lo que decidí entrar en acción. Si bien las gotas no caían, 06:00 p.m., sabía de buenas a primeras que en cualquier momento la lluvia me sorprendería, como mis tíos me lo habían advertido.
Durante una hora disfruté de la velada cultural desarrollada en el corazón de la plaza mayor. Un reconocido escritor de la ciudad presentaba la reedición de su novela. Había leído esa novela cinco años antes y me había fascinado la desenvoltura de los personajes que se movían con un hilo narrativo, forjado por un autor de primer orden.
En esa misma actividad, encontré a varios amigos y colegas, amantes del periodismo y la escritura, que no veía desde hacía más dos años por culpa de la maldita pandemia. Me sentía fascinado, lleno de júbilo por aquel reencuentro. Era una mezcla de sentimientos que no cesaban y creo que, en algún momento, llegaron al clímax gracias al amor por la poética, y por el arte en sí, que sacudía mis entrañas.
El evento literario llegó a su fin con las esperadas firmas de libro y las respectivas fotos de rigor. Cuando un nuevo ataque frontal de la lluvia sacudió la ciudad, en esta ocasión con una magnitud similar a los años 1998 y 2017. Sumado a ello, un apagón que hizo que la gente gritara y saliera despavorida.
Con las justas me pude despedir de los colegas y amigos y salí como un orate de allí.
En aquellas callejas, llenas de sombras, con ciertos resquicios de luz gracias a los faros de los autos, me percaté que varias personas corrían desesperadamente. En dos o tres ocasiones, cerca de iglesias, bodegas y edificios, varias de esas personas, algunas envueltas en plásticos azulinos y blancos, habían tropezado. Gritos y llantos no tardaron en manifestarse, al mismo tiempo que los autos circulaban y las pistas empezaban a formar riachuelos.
A pesar de la situación, las mismas personas que habían besado el suelo, habían logrado levantarse y ponerse a buen recaudo.
Por mi parte seguía mi camino: con el morral encima, cargado de libros, papeles y bolígrafos, acompañado, asimismo, por las gotas que poco a poco se incrementaban y herían mi cuerpo, además de las sombras y las luces de los autos que iluminaban por escasos segundos las callejas del centro de la ciudad. Valgan verdades, intentaba avanzar lo más que podía, evitando alguna tragedia en medio de esa lluvia que parecía infernal.
A escasos metros de llegar a la avenida principal, una camioneta pasó raudamente por mi costado. No pude hacer nada para sortearla, un cúmulo de agua se estrelló contra mi rostro. Quedé empapado de pies a cabeza y con la dignidad por los suelos.
Volví a casa.
Ni bien cerré la puerta de entrada, una suma de reproches se volcó hacia mi ser. Eran mis tíos, que con el rostro circunspecto y de enfado, me miraban mientras agarraban un par de linternas y una vela que poco a poco parecía derretirse.
Los ayudé a sacar el agua que se había empozado en el patio, el mismo que circulaba antes de ir al trabajo y donde había sido muy feliz jugando con mis primos y mirando el nacimiento del sol y el surgimiento de las estrellas.
Durante cinco o seis minutos, la lluvia empezó a amainar; sin embargo, aquello sólo fue una ilusión ya que minutos después volvió con más fuerza.
La lluvia persistió hasta las dos de la mañana, seguida de una breve garúa que se disipó luego.
Pocas horas después, ante el cielo despejado y con el sol desafiante que arremetía con sus brazos amplios, la ciudad se reveló con sus aceras llenas de polvo y lodo, y con sus pistas formando ríos que parecían fluir hasta el infinito.
Hasta hoy la ciudad y varias zonas afectadas de la provincia continúan en un caos perpetuo. Varias viviendas se han desplomado. La gente se ha quedado en la calle, pasando hambre y miseria, y apenas con un escaso apoyo.
Si bien la lluvia ha cesado, aparentemente, la escasez de agua se expande hasta límites insospechados. Las pistas y veredas son un universo de polvo y lodo que dificulta el libre tránsito. Se espera un cambio rotundo y compromiso del gobierno y la unión de toda la ciudadanía en general para que estas situaciones no se repitan. Seamos francos, todo está en nuestras manos para que este desastre no vuelva a ocurrir.
Escrito por Guillermo Francisco Salvador Saldarriaga, Licenciado en Ciencias de la Comunicación.
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