Respétalos. No mates su originalidad, su pureza. Ellos no tienen por qué seguir tu religión, tus creencias, tus hábitos, los patrones con que fuiste criado. No envenenes su alma. No te pertenecen y sólo estás aquí para ayudarlos a emprender vuelo para que alcancen su máximo potencial. Como bien dijo el poeta y filósofo libanés Khalil Gibran, Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida, deseosa de sí misma.
Eso significa que hay que tratar de interferir lo menos posible en su propio descubrimiento de la vida. Es una tarea titánica, porque al fin y al cabo los niños son modélicos, imitan el comportamiento de los padres, así que la responsabilidad es doble. Ellos no acatarán una norma si tú la incumples. No pretendas que tu hijo sea un lector voraz si tú no lees ni Condorito, no pidas que el pequeño(a) sea un ejemplo de urbanidad y buenos modales, si tú tiras papeles en las calles y te saltas la luz roja cuando estás conduciendo o manejas como un desalmado. Así de sencillo. Ellos imitan lo que ven. Y todos cargamos con el lastre de nuestros defectos.
Nadie nos enseña a ser buenos padres, es un trabajo que se va aprendiendo en el camino, y en la ruta cometemos muchos errores, con las mejores intenciones del mundo. De algún modo, tenemos que perdonar a nuestros padres y nuestros hijos tendrán que perdonarnos a nosotros. Pero el punto es que debemos hacer lo imposible por mejorar la guía paterna en cada generación.
En ese sentido, ha habido progresos significativos. En mi época era común que los padres castigaran a sus hijos con un correazo, un par de nalgadas o un jalón de orejas. En la escuela también había patente de corso para que el docente imponga su autoridad mediante la violencia física (aquello de que “La letra con sangre entra” estaba muy vigente). La palmeta en la mano, el jalón de patillas o incluso una bofetada eran bien vistos, e incluso respaldados por los mismos progenitores. Si mi hijo se porta mal, castíguelo, profesor, eran frases comunes por aquella época.
«Nadie nos enseña a ser buenos padres, es un trabajo que se va aprendiendo en el camino. Y en la ruta cometemos muchos errores, con las mejores intenciones del mundo». Luis Fernando Quintanilla.
He escuchado a muchos hombres de mediana edad decir que agradecen las azotainas de sus padres porque sin ellas se hubieran descarrilado y no hubieran sido personas de bien. No lo sé. Quizá sí, quizá no. Lo que creo con convicción es que el amor es más poderoso que la furia. Que a veces –es cierto– necesitamos respirar 10 segundos porque el nene nos sacó de nuestras casillas. Y aún así, siempre es 20 veces mejor el diálogo, la orientación, decirles que también nosotros, cuando fuimos infantes, cometimos alguna travesura o incorrección. Y que la sanción será prohibirles ver la tele por un tiempo, usar los videojuegos o ir al cine el fin de semana.
Repito: vamos aprendiendo el camino y ningún padre es perfecto. Todos queremos lo mejor para nuestros hijos; esa es una premisa indiscutible. Y en ese proceso, creo que es fundamental dejarles que construyan su propio destino, que sean libres para alcanzar su máximo potencial. No ser un obstáculo si quieren estudiar tal o cual carrera, si quieren ser cineastas, abogados, poetas, artistas. No matemos su alma. A lo mucho, es nuestro deber orientarlos, pero finalmente será una decisión de ellos, su libre albedrío, el que determinará que su semilla brote con los dones que les fueron conferidos.
Eso me recuerda que mi hijo Piero Alonso, de 11 años, está grabando su segunda película, y yo soy uno de los protagonistas. Es hora de transformarme en el Doctor Misterio, un científico loco que quiere influenciar en el pensamiento de los internautas.
Gajes de la paternidad.
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