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«Dignos boxeadores», crónica de una victoria mundialista que tardaba en llegar. Jesús Escamilo

Trujillo, 21 de Junio  – En el partido anterior, sí, en ese que lloramos casi todos los peruanos; Francia pasaba y nosotros nos quedábamos atrás. Los tan ansiados octavos de final de un Mundial nos decían adiós, o éramos nosotros que, con desesperación, ya no teníamos nada que hacer. Lágrimas al final, y rabia. Mucha rabia combinada con tristeza. Llorábamos de impotencia, como una viuda conocedora de que su esposo morirá, ata su dolor y se lo traga. Así pasa, es la vida, es también el fútbol.

Pero de la misma manera crecía una desazón rarísima, casi impensada, nos abrazamos a la esperanza de haber dado todo. Cruelmente contaríamos hazañas estoicas con peruanidad. Un remate de Pedro Aquino al poste, la lucha prodigiosa por cada balón de Advíncula, los esfuerzos del “Mudo” Rodríguez cuando estuvo en la cancha, las gambetas de Carrillo. O esos momentos en que Perú era más que Francia. Ni hablar del primer encuentro, Dinamarca se llevaba tres puntos, como si se nos llevara la riqueza de cada región y Francia nos hacía lo mismo. Qué raro todo: un punto, tres puntos; disputas matemáticas. Y en la tabla, cero. Cero puntos, cero goles, un número redondo nos acompañaban en casa, en el estadio, en las plazas, en los parques, en las estaciones de tren, en la radio del autobús. ¿Por qué? ¿Acaso, hicimos tan mal las cosas? Rusia nos congelaba, sin estar ahí.

Minutos después del partido y más alejados del televisor, sin lágrimas, sin el tacto desecho por abrazar sueños, esperábamos el último partido. Australia sería nuestro rival, el último país con quien enfrentaríamos nuestros miedos. Con quien intentaríamos algo que muchos aún no sabíamos, gritar un gol en un Mundial. 22 de junio de 1982, Guillermo La Rosa anotaba el descuento, perdíamos con Polonia. 5 – 1, nada que celebrar. Jueves 21 de junio de 2018, 1 – 0, Francia nos ganaba por un solo gol, las gargantas seguían hinchadas, como me dijo algún amigo de pichangas dominicales -un gol, solo un gol quiero gritar-.

Lima, 26 de junio  – “Un gol más va a haber”, decía el periodista deportivo Daniel Peredo. La consigna para enfrentar a los australianos era estampar una pelota o las posibles en la red. Lo querían los jugadores de la selección, cada peruano que estaba en Perú, cada compatriota desde cualquier rincón del mundo; hasta los disidentes y mala leche, las señoras que vendían pollo en los mercados junto a los estibadores y que con arengas escuchaban o veían el encuentro; los profesores, los políticos, cada peruano a plenitud y a sangre. Pero, ante todo, aquellos que en un éxodo increíble e incierto siguieron a Perú por en Saransk, el sábado 16; Ekaterimburgo, el jueves 21. Y claro, ya estando afuera, sin chance, lo necesitaban los que llenarían el estadio de Sochi, el 26 de junio. Y lo necesitaba yo, estando en Lima.

Si el partido anterior lloré y me quebré por dentro y por fuera al vernos derrotados sin ser menos que el otro equipo; hoy, en la capital, esperaba gritar un gol. Lima estando gris, hoy esperaba estar hermosa, más auténtica, hermanada al menos por un momento. Eso, sin ser frívolos, lo consigue el fútbol. El porqué, luego de tanto, no merece ser analizado. Hoy no.

Así que esta crónica comienza bajando de autobús interprovincial al frente del Estadio Nacional. Son las 8:30 a.m. y de inmediato subirse a un taxi, tramitar unos documentos para un viaje que viene pronto. Un taxista dice 20 soles hasta el Colegio Médico, Malecón de la Reserva, Miraflores. Una conversación tiñe de política y fútbol nuestro tiempo compartido. Es admirable como podemos cambiar de ánimos cuando se habla de la selección. Me dice el taxista mientras avanzamos que el partido es a las 9:00 a.m. Y vemos calles vacías, interrumpidas por lo atípico, congregadas seguramente a la espera del pitazo inicial. El hombre al volante se despide de mí, al final asegura –Ganaremos. Un gol al menos, Guerrero hazte una–.

Dentro de muy poco, mientras camino veo a una mujer correr por el malecón, después otro hombre, luego otro. Van con audífonos, con ansias, creo que escuchan el partido, me niego a pensar que van oyendo música. Ya dentro del Colegio Médico, los trámites respectivos: Señor, tiene que pagar tanto, volver, llenar unos formularios, esperar y sentarse, y otra vez volver aquí. Así fue. Pasaron unos quince minutos, no lo sé, yo pensaba solo en el partido. Salí de ahí, y las calles estaban vacías, aún peor, era un desconocido que caminaba a una fiesta. Me quedé con un reclamo callado y oscuro, cómo se me ocurre hacer esto justo hoy.

Incluso pensé en buscar un café, sentarme con los que estaban ahí y gritar con ellos. De pronto, el primer gol era gritado desde las casas. No pude más, subí a un taxi, lo más cercano el Parque Kennedy. Pronto, por favor. El taxista –otro, por supuesto– iba con la radio a full volumen, el Nissan Sentra lo más parecido a un aeropuerto y la radio un altoparlante. Tráfico, sí había, pero el conductor se daba tanta maña porque igual que yo quería ir a ver el partido. Era de no salir, me dijo. Pensé por un momento lo mismo, ya éramos dos falsos procrastinadores.

Al final llegué. Del taxista ya no sé nada, espero que el segundo tiempo haya podido verlo, tampoco le pregunté dónde vivía. Estando en el Parque Kennedy, casi terminado el primer tiempo, aún seguían los cánticos a la bicolor –¡Como no te voy a querer! ¡Cómo no te voy a querer!  Si eres mi Perú querido, mi país bendito que me vio nacer»–.

Se termina el primer tiempo, y para empezar la segunda parte hay más gente, nos hemos multiplicado. Llega el segundo gol, Guerrero anota. En este parque no se puede más, algunos lloran, otros sonríen.

En la pantalla vemos lo mismo que en Sochi. Rompemos la barrera los decibles, de repente despertamos a algunos muertos, por un momento no estuvimos solos. Fuimos más que una cifra y conmovimos al mundo con ese lema tan antiguo y olvidado: estaremos contigo en las buenas y en las malas. Rusia terminó para nosotros, ya no lloraremos o nos enojaremos, tampoco mentaremos a la madre, por el fútbol hasta una Copa América Brasil 2019. Lo que nos queda y a lo que se volverá, fuera de la rutina da miedo. Ahora tenemos esperanza e identidad juego, con esto más lágrimas y alegrías. Pretextos si se quiere para seguir conversando. Discúlpame Sebastián Salazar Bondy, ya no estamos tan fatigados por nuestras penas. Perú 2 – Australia 0.

Trujillo, 30 de junio – Mañana por la tarde habrá pichanga. Jugaremos como cada domingo, la apuesta, la de siempre: 2 soles. Nadie nos verá, no asistiremos a un estadio. Tampoco nadie coreará nuestro apellido o nombre, pero eso llamado fútbol, en el Perú, perfectamente puede ser la religión más intensa y practicada.

Lo malo de la religiones es que siempre tendrán oposiciones, antes eran las vecinas arrugadas que pinchaban el balón o gritaban a nuestras madres; hoy, algunos que piensan que la selección peruana de fútbol ha fracasado. En vano explicarles que aún la pelota sigue siendo redonda. En eso llamado fútbol, fuimos dignos boxeadores: soportamos, caímos, supimos levantarnos y regresamos con los ojos hinchados, y esperamos volver.

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