Home>Trujillo Beat>La biblioteca fantasma y Helena. Autoficción, por Jesús Escamilo.
Trujillo Beat

La biblioteca fantasma y Helena. Autoficción, por Jesús Escamilo.

Jesús Escamilo se sumerge otra vez en sus vivencias, las coge, las abofetea, les pone otro traje, las traslada a otros lugares y las transforma en historias nuevas. Este es el resultado.

«Aquí no hay bulla ni miseria» Eduardo Chirinos. 

Buscaba a un librero que me había recomendado un amigo. Pensé por un momento en la posibilidad que, con justicia, el tipo del cual me había fiado para dar con aquella biblioteca rudimentaria, gastada, y de tercera o cuarta escala me había engañado. (Estas bibliotecas rechinan, puedes encontrar libros, los mejores títulos que están ahí por muy poco, un Stendhal, un Paul Valery, relatos griegos anillados en el mismo folio con unas tradiciones peruanas –no eran cojudeces, así ocurría, para vender los libros cocían maravillas–; por unos cuantos billetes de diez soles te llevabas de dos a tres libros). Pero no había razón. El olor rancio de la duda estaba, por supuesto yo había entendido mal o Trujillo era otra ciudad. Qué pasaba, ni la misma Fátima lo supo cuando me vio confundido.

Renato me pasó la voz de un tío que tenía varios y a 25 lucas, allí compré el año pasado en una librería frente a los casinos de la misma cuadra donde está la Casa de la Emancipación, me escribió José Alva, un amigo poeta. Nuestra conversación fue hace tres días, en la misma yo acabé escribiéndole, entiendo, iré a buscar; ojalá encuentre algunos libros interesantes y sigan al precio que dices: barato, nada más.

De ahí hasta hoy jueves, no conversamos. José Alva es un negro de contextura arqueológica, parece una muralla fuerte y alta que soporta todo. Es un poeta, uno de los más extraños y jóvenes que conozco. Tampoco conozco a muchos. Por azares, en un momento pertenecí a un grupo de poesía; José Alva llegó al poco tiempo, y aunque no éramos amigos, existía la demanda de abrir la boca y recomendarnos libros. Presunción, ni qué carajo. Solo hablábamos, todos los poetas o que querían ser poetas hablaban mucho. Yo, por el contrario, pintaba un silencio carbonizado, atendía lo que decían. Eran buenos años.

Hace un año que no nos reunimos, así que el día que intercambiamos palabras –por una red social, de las tantas que existen hoy– fue como volver a sentirme por un momento el de antes. Naturalmente hoy jueves tampoco iba a ir a buscar al librero, pero los hechos que precedieron, desde la salida de mi casa hasta no dar con el bendito librero y su local, aventajan cualquier disposición. Para colmo está Helena apareciéndose hoy en mi cuarto, también “Le Maître de musique” un drama musical de Gérard Corbiau, donde imagino que soy como Jean, uno de los alumnos de un gran barítono, un tipo poco agraciado, pero con personalidad repleta de fragmentos, una especie de sombra que acompaña a otra. Entonces me acuerdo de Helena como una vida vacía, en la cual hubiese podido fenecer por una tarde; y llueve, y seguía lloviendo mientras empiezo a caminar por la ciudad.

El cielo en Trujillo se rompe de vez en cuando, ahora es más seguido, la lluvia entusiasma a seguir pensando; qué mierda, uno debe mojarse los botines, la ropa y caminar viendo como otros se esconden. El denuedo de la lluvia, hágase o dígase cualquier estupidez o buen comentario no sirve: la lluvia ha de seguir.

Cuando llegué, antes de las siete de la noche, a las calles que me había indicado José Alva, fui por otra razón, no quería ver la biblioteca. Salí de casa por una invitación de un amigo, teníamos que hablar; sin embargo, lo primero que íbamos a hacer era ver una película. Desde luego, cuando llegué a las afueras de la Casa de la Emancipación, lo primero que pensé mientras aún tenía un cigarrillo en la boca era en ese librero y sus libros que debían estar por ahí de forma alterada y chispeante, como pequeñas estrellas al alcance de un príncipe o una prostituta; los libros en sitios como el que recreaba establecen valores íntimos con su comprador. Pero Fátima me vio llegar, todo raro, supongo que si yo fuese Fátima también me hubiese preguntado, qué miras, qué coño estás buscando huevón. Aunque, en cualquier caso, Fátima me preguntaría de forma amable, qué buscas, y luego que yo le dijese de la biblioteca, ella me explicaría que, por el Jirón Pizarro, en lo que significa de la Plaza Mayor como yéndose por el pasaje peatonal, no existe ninguna librería, que hace poco cerraron la Librería Peruana. Ahhhhhh… ya lo sé, iba a decirle, pero ella lo intuyó y cambió de tema. Yo, terco como mula, con una facilidad extraordinaria de no ver las cosas me quedé callado. No obstante, entramos a ver la película, con los ojos muy abiertos y sin discutir estuve sentado y atrapado durante una hora y media.

Según avanzaba la película, y con mi amigo y Fátima, uno a mi lado derecho y otro a mi izquierda, todavía pensaba en la biblioteca. A saber, por qué pasaba eso, pero en los momentos en donde entraba otro tipo o una señora por nuestro costado y se sentaba, pensaba que en mis manos hubiese tenido algunos libros que buscaba, aunque tampoco sé lo que el librero tenía. De todas formas, terminó la función, Fátima se fue puntualmente. Acabó la película y se fue. Mi amigo, conversó un poco conmigo y también se fue. Luego entré a un café, pedí una hamburguesa –carne más queso–  y una cerveza; tuve en cuenta que la lluvia seguía y pedí una más, luego me iría y así pasó. Caminé, y bastó estar dos minutos en la calle para mojarme toda la camisa.

Quedan unos quince minutos para que el día acabe, la obra cinematográfica de origen belga ya no está en mi mente; la lluvia es más fuerte, y Helena o el pensamiento de ella cotillea con precisión y sordidez. O soy yo quien recrea, qué chucha, otra escena, menos amical.

Nos conocemos bien, no lo hagamos me dice Helena en mi mente, pero yo insisto y al final ella también lo hace. Terminamos desnudos e incómodos, y aunque no cogemos, nos besamos como si se tratase monstruosamente de saber las respuestas que no nos decimos. El silencio reina –la lluvia sigue–. Y comenzamos a vernos un día, dos, una semana, y nos aburrimos –todo pasa mientras camino por calles mojadas hacía mi casa–. Y la escena de forma adherente y palpitante se repite. Otra vez en mi cuarto, sucede que ahora nos vamos a ver la película y caminamos bajo la lluvia después de tomarnos unas cervezas por el Jirón Pizarro. Charlamos, discutimos de política, Trujillo se está cayendo, ella se caga de risa, no se cae, está patas arriba me dice, y sonríe y se arregla el cabello – y sigue lloviendo, todavía no llego a casa-.  Fundición. Escuchar, sólo escuchar, a quienes se desviven y se protegen de la lluvia. Llovía al unísono o algo así.

Entre tanto, me acuerdo de la biblioteca, del recinto fantasma. O bien José Alva me jugó una broma o el negocio de venta de libros está en otra parte. No encontraré respuestas si no le escribo a José, debe estar durmiendo, supongo, no lo sé. Le dejo un mensaje esperando que lo lea a primera hora. Busco una explicación, quizá me diga, solo queríamos hacerte salir de tu casa, Helena y yo lo conseguimos, pero no espero que sea así. Helena y él no se conocen.

Helena, sin embargo, me llama. Estoy abriendo la puerta de mi casa, paso, cierro la puerta, ya es más de la medianoche: viernes con lluvia y ropa mojada; historia infinita de los caminantes que fantasean con la lluvia, un nuevo comienzo, otro final.

Le pregunto a Helena ¿estás bien? ¿no puedes dormir?, ella no me responde y me dice, soné contigo, buscábamos una biblioteca, y conversamos de Fiódor Dostoyevski, sobre sus libros. Créeme, desperté sabiendo quien era ese escritor, antes ni conocía ni podía pronunciar todo su extraño nombre, termina diciéndome. ¡Putamare! le respondo. Se termina la conversación, su voz adeudada, sus palabras no dicen más. Entiendo o me doy por enterado que somos fantasmas lejanos, ni gozamos de procedencia.  Es una época triste, la fe sirve para comer. De repente intentar entrar al cuerpo de Helena hubiera sido un intento por entender quién soy, una migración ruidosa y cruda a la luz de los cuerpos, pero no es más que arrogancia manifestada; soy víctima del placer, de las piernas, el ombligo, y la agitación de extremo de extremo de algunas mujeres. Una belleza adversa y confusa crece, exactamente nada más parecido a la muerte. L’amour avait passé par lá, como dice alguien. ¡Y la lluvia sigue dando brotes de persistencia!

Puedes ver más crónicas de Jesús Escamilo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *