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Trujillo Beat

Amores nocturnos e imposibles. Jesús Escamilo.

«El día de mi cumpleaños entendí que echarse a dialogar con una mujer como ella puede ser como romperte las encías con un cojonudo golpe». Jesús Escamilo vuelve a lanzar una diatriba contra la realidad en esta urbanita historia.

Autoficción

Estábamos metidos otra vez en el taxi. Había pasado un día de la celebración de mi maldito cumpleaños, 27 años no ayudan para nada. Diciembre fuera de sus celebraciones, dos de las más esperadas del año, servía también para un ritual: emborracharse con desconocidos, o eran pretensiones de un hombre que comenzaba a sentirse más adulto. Lo que estaba claro, era lo mucho que gustaba torturar mis pensamientos. Había salido semanas antes de haberme jodido las noches con una flaquita que solo me uso para tirar; chelas, cigarros y rancheras en la casa de mis abuelos, y ahora iba por el mismo camino; la verdad querer a alguien es atravesar un vacío al cual no estamos invitados.

En alguna ocasión mamá y la abuela conversaban, y mientras estaban sentadas en el patio de tierra, el abuelo se lavaba los pies en una tina, y se decían entre sí que con el tiempo el amor o lo que se entiende por amor soporta todo. Mira a tu padre, decía la abuela a mamá, ella prieta no decía ni mu. En la cocina yo escribía una oración veinte veces en el cuaderno de caligrafía palmer; aunque si hubiese sido un niño más irritante tendría que haber pregonado en las hojas con líneas perfectas y azules: mamá, abuela, están seguras de que eso es el amor.

Siendo grande ya no entiendo, ni quiero hacerlo. Pero como buen idiota colmado de asperezas, ahí iba otra vez. Sería mejor encontrar a una chica en una discoteca, empezar a bailar, o simular bailar, y porque no intentar llevármela a la cama, pero de discotecas sé poco y el gilear es un blanco erróneo para mí. Quién sabe las palabras se usan de otra manera.

Para cuando volví a ver a Valentina, no tenía remedio, le conté por desdicha y sin apuros que mi última incursión para intentar alejarme de cualquiera pendejada no sirvió de nada. Y que de pura cólera quemé varios poemitas, entonces ella me pregunto si yo creía que me habían roto el corazón, dije que sí, y entre sus palabras también sentía que filtraba su dosis de feminismo. Es cierto, en parte me lo merecía, pero no el desdén.

Valentina es feminista, se le sale hasta cuando orina, es capaz de armar un blindaje en contra de cualquier buena iniciativa de un hombre, cuestiona hasta por las huevas. El día de mi cumpleaños entendí que echarse a dialogar con una mujer como ella puede ser como romperte las encías con un cojonudo golpe. Mi derecho al estar conversando con ella se proclama como una oportunidad para verme desnudo frente al espejo, y Valentina y yo nos llevamos bien hasta para deshacernos en bromas. Si el día anterior, el día del cumpleaños habíamos caminado, hoy hicimos lo mismo.

Antes una película en el cine y una semejante hamburguesa que podría llevar a una enfermedad estomacal a un vegano. Avanzamos y el dibujo de la avenida Mansiche destacaba por su fidelidad. A las once y media de la noche el sueño de algunos pertenece a famélicos perros; cerca estaban los chifas, más adelante la Clínica Peruano Americana, los taxis estacionados, y Valentina hablando de todo, que sí por aquí, que si por allá; tanto que aplasté su unipersonal con miradas furtivas a su buen cuerpo. Hubiese arrancado su ropa, solo para que se callase.

Lo que vendría después pasó sin plan o esmeros de ambos. Nos besamos. Sorprendidos por el beso, nos quedamos viéndonos como un lector observa fascinado un libro buscado, un fetiche. Para nosotros, todos los segundos que estuvimos unidos por nuestros labios desobedecían al déficit o resumen de nuestras vidas. Y cuando nos dimos cuenta, hicimos de un camino de 4 cuadras un campo minado de besos, las esquinas eran un refugio y una excusa para dañar el tiempo.

Jesús Escamilo

Era una cojudez, no lo creo. Nos interesaba saber qué tanto había en nuestros adentros, que olvidamos las palabras. Y si hablábamos, yo interrumpía diciéndole que aún quería seguir besándola. Hasta mordí el centro de su labio inferior; el legado de los caníbales también es reconocidos por quienes se besan luego de haberse conocido hace más de cuatro años. Posterior al accidente de sonidos de nuestros labios, fuimos a mi casa, hablamos poco y ella tenía que irse. La calle en donde vivo pertenece a las tinieblas, el alumbrado público vaya que sirvió para incorporar mi mano a su cuerpo. Pasada la medianoche estaba besando a una mujer, lo siguiente fue marcharnos y que yo la acompañase en el taxi.

Hace mucho no había subido en un taxi con una mujer para ir a dejarla a su casa; el ejercicio de andar con una y con otra no lo permite. Sólo se dice adiós en cuanto se cierra la puerta del taxi… Y sin mirar a qué dirección puede ir el conductor, la chica se regresa a casa. Esta vez no era igual, quería subir ¡Demonios quería besarla otra vez!, ¿de dónde salieron todas estás ganas? Para ensanchar la realidad un instante, en el taxi sonaba una canción antigua. La radio del conductor era un aparato viejo con melodías aún para románticos herederos. Tenía que intentar acercarme. Así fue.

Bajamos, ocho soles fue la tarifa que el conductor creyó conveniente por estar casi 11 minutos en la parte trasera del carro. De pronto alguna pista, más adelante un callejón de arena. Añadimos unos besos más a la particular escena. Yo nunca había besado a una mujer tantas veces en una sola noche. Coincidíamos en los defectos y errores.

La vida nos había pasado por encima, pero yo veía en sus ojos algo como para escapar del mundo. Y era aún de noche con cierta perfección a barro y polvo. Ella me miraba; sus ojos eran los de un animal que vigila un ambiente que no es el suyo, ojos negros y profundos, enardecidos. Hablé un poco más, al instante nos zampamos otro beso. Yo tenía que irme, conocía el camino por donde había llegado, aunque no quería lo iba a hacer. En cuanto abrió la puerta de metal, una especie de voracidad hizo que me arroje ante su humanidad, el último beso de la noche. Salí del lugar entusiasmado, caminé… Y dos perros luchaban por un pedazo de carne, la escena solo podía ser entendida por valientes. No esperé más, subí a un taxi, después de todo no quería sentir lo pies.

Ese mismo día siendo de noche nos volvimos a ver, una rutina parecida. El sábado me dijo que la acompañase a comprar adornos para un árbol de navidad; fuimos desde mi casa hasta el Mercado Mayorista. Por alguna razón nunca ofrecía ni gracias ni por favor, tampoco se preocupaba en hacerlo saber a los demás. Era orgullosa, y yo se lo hacía saber con mis bromas. Caminamos varias veces por el mismo lugar, el olor a navidad mezclado con la basura de la avenida, y el tráfico junto con los cobradores, nos dieron espacio para abrazarnos y darnos un beso. La despedida.

Regresé a casa, la llamé por la noche, me dijo que no me complique la vida con ella. Luego desapareció hasta hoy 17 de diciembre. Volví a verla, la súplica de nuestros cuerpos nos hizo hablar, caminar, besarnos, comernos en tanto la gente nos observaba en la luz. Se despidió sin decir nada otra maldita vez. De regreso a casa, me preguntaba detrás de qué callejón debería besarla o en cuál sueño debería verla, accesible y muy abrazada a mí. Tenía por fin en que pensar, de manera que llegar a casa no era lo mejor. Nunca se piensa adecuadamente en un cuarto; para eso sirven las calles, la gente que se amontona, los borrachos, los bares. Uno no elige nada, la vida te corta según su antojo.

Meto la mano en el bolsillo de mi casaca favorita. Un papelito como si fuese un mandamiento, dice: “Los hombres somos tristes, siempre estamos llenos de propósitos. De eso se trata, susurrar tu nombre hasta que el mundo esté helado…” un verso de Óscar Málaga salía a relucir. El papel había sido transcrito entre los meses de agosto y setiembre. Hoy recién lo volví a ver.

En Trujillo seguía persistiendo la noche. Subí a un taxi. Pasé por la Universidad Nacional de Trujillo, un hombre le grita a una mujer, no se escuchaban las palabras. Creo que todas las maneras de decir lo que sentimos son erróneas. El lenguaje no admite resoluciones directas, no estamos cerca a lo que nos pasa.  Los que se gritaban ahora se besan, se sonríen y caminan, nada más imperfecto: ver la vida detenerse. Maestro, déjeme aquí nada más, le dije. Bajé del taxi para mirar mi propio rostro en la voluntad de algún extraño; y un gato maúlla mientras se cruza en mi camino.

Putamare, una y media de la madrugada, solo un felino muerto de hambre me acompaña.

Jesús Escamilo

Fotos: Valery Bazán Rodríguez

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